Autor: Fernando Pascual
Anna Abrikosova había nacido en Moscú en 1882. Pertenecía a una familia de buena posición social. Esto le permitió viajar al extranjero y hacer estudios universitarios en Cambridge (Gran Bretaña).
Después de regresar a Rusia se casó con Vladimir Abrikosov, en 1903. Cinco años después, en diciembre de 1908, los esposos Abrikosov, que pertenecían a la Iglesia ortodoxa, ingresaron en la Iglesia católica, sin abandonar el rito oriental.
La pareja de los Abrikosov llegó a ser como el alma de los católicos de Moscú. En 1913, Vladimir y Anna hicieron votos religiosos. Anna adoptó, como nuevo nombre, el de Catalina de Siena. Vladimir fue ordenado sacerdote de rito oriental en mayo de 1917.
La revolución bolchevique estaba a las puertas, y pronto los católicos de rito oriental se vieron envueltos en fuertes persecuciones.
El año 1922 resultó especialmente dramático. Vladimir Abrikosov fue arrestado y condenado a muerte. La pena fue conmutada por la del exilio, por lo que Vladimir tuvo que salir de Rusia, y ya no se le permitió volver a su patria. Morirá en Francia en 1966.
Anna, en cambio, permaneció en Moscú, en un ambiente cada vez más hostil a cualquier señal de catolicismo. Con un grupo de mujeres, en su propia casa, había constituido una viva y dinámica comunidad religiosa católica.
Pronto llega a ser la superiora de esa comunidad. Además, recibe el encargo de cuidar a un grupo de 10 niños. La religiosas se entregan con ilusión a los distintos trabajos: la catequesis en la parroquia, la asistencia a enfermos y ancianos...
En una carta escrita por esas fechas podemos descubrir cómo Anna afrontaba una situación nada fácil: “Estoy sola en el sentido más pleno de la palabra, con los niños casi sin vestidos, las hermanas que se desviven... Nos sentimos como niños en manos de Dios y no sabemos a dónde nos llevará: no podemos hacer planes, proyectos, nada. Tenemos que vivir de actos puros de fe, esperanza y caridad. Pero mientras tanto la causa crece, se une gente nueva, la comunidad de las hermanas se extiende...”
Las autoridades soviéticas aumentan la presión sobre los católicos el año 1923. Cierran iglesias, arrestan sacerdotes, promueven un sistema sofisticado de espías. Anna sabe que todo puede precipitar en cualquier momento.
Del 12 al 16 de noviembre de 1923 la policía secreta “decapita” a los católicos greco-orientales presentes en Moscú. Anna Abrikosova y sus religiosas son arrestadas y conducidas a celdas de aislamiento. En seguida se manda un mensaje a Petrogrado (la ciudad que luego sería llamada Leningrado, y ahora es San Petersburgo), para arrestar a las religiosas y sacerdotes de aquella ciudad, relacionados en cierto modo con la comunidad presente en Moscú.
A pesar de las presiones de la policía, las monjas evitan cualquier denuncia o declaración que pueda llevar a otras personas a la cárcel. Los carceleros se enfurecen, especialmente al ver que ninguna religiosa acusa a la superiora, Anna. Mientras, siguen los arrestos en Moscú, en el deseo de eliminar cualquier tipo de organización católica. Entre diciembre de 1923 y marzo de 1924 se completa el arresto de 13 religiosas de la comunidad de Abrikosova.
La represión soviética buscaba siempre pruebas para acusar a los detenidos como contrarrevolucionarios o como candidatos a acciones de terrorismo y de subversión. Estas tácticas se aplicaron también sobre las monjas arrestadas en Moscú, pero en general las religiosas supieron mostrar su inocencia. A la vez, dieron a entender claramente que no aceptaban las ideas comunistas que eran como el núcleo central de la revolución rusa.
¿Cómo resistir a la presión psicológica, a los interrogatorios, a las amenazas? Las monjas rezan continuamente el rosario con los dedos (habían perdido cualquier objeto religioso), o el padre nuestro. Cuando dejan de estar aisladas unas de otras, todos los días se reúnen para hacer el examen de conciencia. Los días festivos recitan la misa en voz alta, pues no cuentan con la asistencia de ningún sacerdote.
Anna Abrikosova dirige un retiro espiritual a sus compañeras, y les habla con confianza y claridad: “Probablemente todas vosotras, que amáis al Señor y queréis seguirle, más de una vez le habéis pedido a Cristo en el secreto de vuestro corazón que os dé la posibilidad de participar en sus sufrimientos. Pues bien, ha llegado el momento. Ahora se realiza vuestro deseo de sufrir por amor a Él”.
En mayo de 1924, un “juzgado” condena a Anna Abrikosova a 10 años de cárcel por ser jefe de una “organización contrarrevolucionaria”. Varios sacerdotes y religiosas reciben condenas parecidas, mientras que otros son condenados al exilio.
Cuando las sentencias llegan a la prisión de Abrikosova, ninguna religiosa quiere leer lo que se refiere a ella: cada una da el papel a Anna, la cual, como superiora, lee a cada una la sentencia, como si ésta fuese la expresión de la voluntad de Dios. En obediencia, aceptan la pena por amor a Cristo.
Anna empieza la triste peregrinación por cárceles y campos de concentración (lager). Produce una impresión muy honda entre sus compañeras de prisión, que notan algo especial en aquella mujer, una fuerza interior que le permitía mostrarse serena, cordial, equilibrada en esa situación de injusticia y de dolores físicos y morales.
Su corazón no deja de profundizar en las ideas principales de su fe. Una fe que es la causa de su condena, una fe que es también su fuerza y confianza en el momento de la prueba. En un texto escrito por Anna Abrikosova en este tiempo, dedicado a reflexionar sobre la Pasión de Cristo, se descubre su espiritualidad, la profunda vivencia cristiana de quien ha penetrado en el misterio de Dios a través de Cristo:
“Fija tu mirada en Jesús doliente y sólo en Él. Intenta con todas tus fuerzas, incansablemente, llegar al conocimiento del Dios hecho hombre para que, a través de las heridas de su humanidad, puedas contemplar su divinidad. Cristo, y Cristo crucificado, es toda nuestra ciencia, toda nuestra vida”.
En el mismo escrito describe de modo admirable el momento que precede al grito del Cristo que se siente solo y abandonado en la Cruz: “Todo calla. Por lo bajo, las criaturas se agitan y hacen ruido. Pero no le escogen a Él. La criatura tiene necesidad de Dios. Quiere a Dios. Pero Dios calla. Antes siempre le oía, ahora ya no le oye; antes Dios siempre le respondía, ahora ya no le responde...”
Han pasado los años. En agosto de 1932, una fuerte enfermedad lleva a Anna al hospital. Después de la operación, se le prohíbe residir en las 6 ciudades principales del país, pero sin tener que volver (por ahora) a la cárcel.
Anna no pierde el tiempo, y aprovecha los días que pasa en Moscú para contactar con los católicos. Alguien le aconseja que pida un visado para salir de Rusia y reunirse con su marido. Anna responde con firmeza: “No tengo absolutamente ninguna intención de abandonar Rusia”.
La policía secreta está nerviosa. Arresta a otro grupo de católicos, y consigue que alguno acuse a Abrikosova de actividades ilegales. En agosto de 1933 Anna vuelve a ser arrestada, y se inicia un nuevo proceso contra ella y otros católicos. En enero de 1934 llegan las condenas: Anna tendrá que pasar 8 años en un campo de trabajo para ser reeducada.
Dios tiene un calendario distinto del establecido por la policía soviética. En junio de 1936 Anna tiene que ser internada en el hospital de la prisión de Butyrki, y allí mismo es operada. El 23 de julio de ese mismo año deja su patria y va al encuentro de Dios al que tanto había amado.
No va sola: le acompaña su amor a Rusia, su fidelidad a la Iglesia católica de rito oriental, su entrega a quienes estuvieron cerca de ella. Va con una oración por un mundo que la rechazó pero que ella, desde lo profundo de su corazón, supo perdonar, como Cristo en la cruz. Va, y nos acompaña con su testimonio. Los mártires dejan una semilla en la tierra que no se pierde. Aunque a veces pasen muchos años antes de que se empiecen a ver los frutos de su entrega...
(Fuente para los textos citados: Irina Osipova, Si el mundo os odia, Encuentro, Madrid 1998).
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