Bajo esa pátina graciosa con que muchos se refieren todavía a “los Enanitos Verdes”, se escondió un asunto tenebroso. Bajarle el precio y ponerlo en un “disparate de ovnis y esas cosas”, es un error que se comete por desconocimiento de cómo fue todo aquello, y de lo que vino después y de cómo La Plata (Argentina) se salvó de padecerlo. Lo cuenta Hipólito Sanzone en El Día.
“El comandante Nuñuxts me está diciendo que no hay negociación posible. Que está dispuesto a morir junto con su tripulación, pero de ninguna manera va a entregar la cura del cáncer ni acceder a cualquiera de sus demandas. Ustedes no lo merecen. Son una especie dañina que no está preparada para lo que viene... sólo un puñado de elegidos, como los que estamos acá”.
El que hablaba no era el capitán Kirk ni el señor Spock. No había un televisor a todo volumen en un capítulo de Viaje a las Estrellas. El que hablaba era un hombre que a la distancia podría decirse que era parecido al ex presidente Lula Da Silva y se llamaba Roberto Olivera o, según el investigador de Sectas Ovni, Alejandro Agostinelli, “Divino Apolus” y estaba sentado a la cabecera de una gran mesa de comedor en uno de los departamentos de los últimos pisos del emblemático edificio de 7 y 50, el de los balcones con forma de batea.
Lo acompañaba la brasileña Valentina de Andrade, una mujer que años después sería acusada en Brasil, de aberrantes mutilaciones en ritos de preparación para que los integrantes de la secta que había creado en La Plata fuesen “dignos” de ocupar un asiento en una nave extraterrestre que los sacaría de “este mundo decadente, para llevarlos a un lugar de eterna luz y bondad”. Con el tiempo las Sectas Ovni se harían más conocidas, algunas por promover suicidios colectivos.
Terminaba 1983 y buena parte de los platenses no hablaba de otra cosa. En serio o en broma, para asombrarse o reírse, el tema era los Enanitos Verdes de Villa Montoro. Las denuncias sobre las apariciones de Enanitos Verdes se acotaban al barrio de Villa Montoro, a unas 50 cuadras del centro de la ciudad. Decían que desde los pastizales le salían al cruce a vecinos y vecinas en un amplio abanico de edades y condiciones y en un área entre las calles 1 a 122 y de 95 a 98.
“Mire, lo único que le puedo decir es que tengo a uno de mis mejores oficiales desde hace 10 días con carpeta médica porque dijo que se le apareció un Enanito Verde. Yo no creo ni dejo de creer, pero a mí de la Unidad Regional me preguntan todos los días si el tipo está loco, si chupa, si tiene algún problema y yo les digo que no, que es un excelente policía, un buen padre de familia y que acá, sus compañeros, lo quieren todos”. Así hablaba en absoluta reserva un jefe policial de entonces, a esa altura abrumado por los acontecimientos.
Las historias de encuentros con esos supuestos seres verdes no paraban. Algunos hablaban pidiendo reserva de identidad pero otros y otras, la mayoría, lo hacía con nombre, apellido y foto. A Claudia Viguera de Ortiz la sorprendieron en Barrio Aeropuerto, en 600 entre 2 y 3. “Verdes, con la cabeza más grande que el cuerpo, cara de viejitos y un metro de estatura”. Daniel, el esposo de Claudia, que era chofer de la Línea 275 compartía su preocupación. A Hugo Aguilar, por aquellos años alumno de la Escuela 23, los seres verdes lo corrieron por una cuadra y media en 1 entre 99 y 100, dijo.
Mientras tanto, Amador Alfredo Villar, el comisario de la Octava con jurisdicción en el territorio supuestamente invadido por los extraterrestres, mostraba ante la prensa una mezcla de cansancio, descreimiento, pero al mismo tiempo sorpresa y decía que “nosotros vamos al lugar de todas las denuncias y no encontramos nada. Ya quisiera yo agarrar a uno de esos enanos verdes”, se relamía aquel policía bravo.
A Julio César Massei, que estudiaba Electricidad del Automóvil en una academia de 19 y 32, de regreso de clases a su casa en 81 y 90, se los encontró en un descampado de 87 y 7. “A uno le tiré un ladrillazo, pero no le pegué”, diría Massei que a pesar de reconocer su mala puntería aseguró que el ser verde le devolvió un gruñido como de perro, entre lastimado y furioso.
Horacio Acevedo, encargado del complejo recreativo Piletas Z que funcionaba en la zona, se mostraría sorprendido ante un allanamiento policial que se hizo en el lugar por una denuncia que aseguraba que los enanos verdes habían sido vistos chapoteando en las partes más bajas de aquellas piscinas a las que podía acceder el público, pagando una entrada.
El mismo policía mortificado por la carpeta médica de uno de sus oficiales, contaría que una maestra de la zona le había jurado que un Enanito Verde se le había prendido del portafolios y que cuando por el susto ella lo revoleó a un pastizal, el extraño ser verde saltó y corrió a esconderse. Y que el portafolio había quedado como quemado, manchado con una sustancia blanquecina y pegajosa que la mujer, acaso por recato, evitó describir más en detalle.
La falsa vaca
Una de aquellas noches en Villa Montoro se oyeron tiros. Y gritos de dolor. El barrio entero se desprendió de las camas y salió a la calle convencido y quizá al mismo tiempo esperanzado, con que alguien le hubiese acertado a un Enanito Verde. O al revés. Los heridos eran dos muchachitos de entre 15 y 16 años, hijo y sobrino del jefe de un asentamiento gitano de la zona. Unas semanas antes, en la zona se había instalado un circo y animados por su audacia adolescente y la débil vigilancia que había en el lugar, los pibes se metían a curiosear por entre los carromatos. Y así se llevaron un disfraz de vaca con el que dos payasos de ese circo hacían uno de sus mejores números.
La noche de los tiros, los jóvenes gitanos se habían disfrazado de vaca para asustar a las parejas que solían estacionarse bajo la arboleda. Pero la broma salió mal. Un italiano que herraba caballos se asustó y desde la ventana de su pieza les disparó con una escopeta del 12. Por suerte, los perdigones dieron: en las piernas al menor, y donde termina la espalda, al más grande.
Una de aquellas mañanas de ese diciembre histórico en que el país recuperaba la democracia, un hombre llamó por teléfono a la redacción del diario El Día afirmando haber podido fotografiar a un Enanito Verde. Contó que tenía miedo de que lo creyeran loco pero tampoco desechaba la posibilidad de ganar un dinero con aquella fotografía. El encuentro se pactó en la esquina de 6 y diagonal 73, cerca de la cerrajería donde el hombre trabajaba.
El cerrajero se presentó con una cámara Kodak Pocket, un modelo que sólo aceptaba rollos compactos, tipo casete y que incluían flash. Y contó que llegando apurado al cumpleaños de su hija, tenía la cámara lista en el asiento del acompañante de su auto cuando un Enanito Verde le salió al cruce. El cerrajero juró que clavó los frenos y el pequeño ser verde se quedó, desafiante, en medio de calle de tierra y que no sabía de dónde había sacado coraje pero que lo primero a que atinó fue a tomar la cámara y fotografiarlo.
El cerrajero pidió un lugar “neutral” donde revelar el rollo y hacer las copias de las fotos. Aceptó que ese trabajo se hiciera en el Estudio Kent, una casa de fotografías de 8 entre 51 y 53, una de las más reconocidas de la Ciudad y cuyo propietario, anoticiado del potencial valor histórico que podía contener aquel rollo, decidió colaborar y no cobrar por su trabajo. Las fotos del cumple de la nena salieron bárbaras pero las del Enanito Verde, solo unas manchas negruzcas.
El misterio del muñeco
En tanto, las denuncias seguían, Villa Montoro ya era prácticamente un lugar turístico donde la gente llevaba mates, sándwiches y reposeras y el tema convocaba a estudiosos de la cuestión extraterrena, como a un equipo de investigadores que se presentó una tarde diciendo que venían de una fundación sueca. Eran cuatro hombres y una mujer tan rubios que llamaron la atención de algunos vecinos por sus parecidos con los integrantes del grupo musical Abba. Los suecos acamparon en carpas de nylon y colocaron aparatos entre los árboles para captar sonidos y señales que les permitieran hacer contacto con los extraños seres verdes.
Se fueron tres noches después quejándose de que les habían robado los sonares y otros aparatos de índole desconocida pero tal parece de interesante valor en las chatarrerías de la zona que compraban objetos por peso. Las primeras sospechas apuntaron a los gitanos que se disfrazaban de vaca para asustar a las parejas, pero esa pesquisa no prosperó por falta de pruebas y porque además se supo que después de darles una paliza, el jefe de la comunidad gitana los mandó a pedir perdón y devolverle el disfraz a los payasos. El hombre, contaban en la zona, se ganaba la vida vendiendo automóviles usados y lo que menos quería eran líos con la policía.
Algo parecido a lo de los suecos le ocurrió a la licenciada (?) Marta B. Peyrou de Partini que se presentó en Villa Montoro como titular del Instituto Cosmobiológico Internacional de Vivencia Extraterrestre, con sede en Ginebra, Suiza. En un reportaje que se publicó en El Día y algunos medios porteños, la mujer dijo ser además parapsicóloga y arqueóloga. La licenciada Peyrou de Partini llegó con un grupo de jóvenes investigadores que se instalaron en una casa abandonada en 600 entre 2 y 3 con la idea de grabar, filmar y fotografiar a los seres verdes. Cuando se quedaron dormidos, alguien les robó buena parte de los equipos. Pero lo que para aquellos investigadores fue todo pérdida, para un comerciante platense fue todo ganancia.
Viendo que, extrañamente o no tanto, el asunto de los enanitos verdes en La Plata coincidía con las apariciones televisivas de un dibujo animado llamado Luciano El Marciano, un comerciante platense vio una oportunidad. Era Roberto Córdoba, propietario de Libro 49, un comercio de venta de libros, discos de pasta y pósters, icónico del centro platense de aquellos años 80. Córdoba se haría conocido más tarde por organizar bailes para menores de edad, por las tardes, en clubes donde no se vendía alcohol y se regalaba jugo de naranjas hecho con los extractos artificiosos que la firma Langré fabricaba en su planta de La Loma. Córdoba entendió que si se presentaba en Villa Montoro a ofrecer muñecos de Luciano El Marciano seguramente vendería unos cuantos. En menos de media tarde los vendió y durante una semana fue y vino desde El Once con nuevos cargamentos, hasta agotar stock.
“Luciano el Marciano”, el verdadero y no el “alternativo” que Córdoba vendía como pan caliente, era una creación argentina que apuntaba a ser la versión extraterrestre de El Libro Gordo de Petete. Es que Luciano también difundía conocimientos destinados al público infantil. Hay quienes afirman que Luciano El Marciano, curiosamente del mismo modo que los Enanitos Verdes, había nacido en La Plata y se atribuía su creación a una empresa familiar de contenidos audiovisuales que funcionaba a la altura los 400 de la calle 21, en La Loma. Era el Clan Dilo, fundado por el italiano Giorgio Di Lorenzo. El Clan tenía otras sedes: una en un edificio de la calle Ebro, en el barrio de Las Condes en Santiago de Chile y otra en la Vía Monte Sorate, en Folingno, Italia.
¿Fue el asunto de los Enanitos Verdes una formidable y nunca antes vista operación de marketing para posicionar a Luciano el Marciano y con él a sus muñecos, sus remeras y sus discos? Cuentan que una noche, en una de las mesas del desaparecido el bar El Parlamento que solían frecuentar policías de civil y “encubiertos” de otras fuerzas de seguridad, un agente de la entonces SIDE contó que ellos, los de la SIDE, habían “pescado” que el asunto de los Enanitos Verdes podía tener algo que ver con Luciano El Marciano. Y que cuando elevaron un informe con los datos que tenían, “desde arriba” les dijeron que un llamado del Vaticano, del Servicio Secreto de la Casa Pontificia, le había puesto freno al asunto. Y que mejor se ocuparan de otra cosa.
Como sea, a esa altura no había sobremesa a la que no se sentara, aunque sea por un rato, el tema de los Enanitos Verdes. Y eso ocurría en todas las casas, en las de los obreros, los profesionales, los empresarios y los docentes. Nadie dejaba de reír o ponerse serio hablando de los seres verdes de Villa Montoro. Hasta entonces, salvo el escopetazo que el italiano les había disparado a los gitanos que se disfrazaban de vaca y los robos denunciados por los suecos y la licenciada Peyrou de Partini, las cosas mantenían buen color. Pero todo cambió cuando apareció en escena la recién nacida Secta Lus, con ese, por Lineamiento Universal Superior.
La Secta Lus era liderada Valentina De Andrade y su entonces primer esposo, el platense Roberto Olivera o, según el investigador de Sectas Ovni, Alejandro Agostinelli, “Divino Apolus”. Olivera vendía materiales ortopédicos a particulares y al Estado bonaerense. El hombre tenía un muy buen pasar económico y según el investigador Agostinelli, se hacía pasar por ingeniero. Pero el título que más le gustaba mostrar era el de “Supremo Comandante de la Seguridad Universal”. Sobre los orígenes de Valentina De Andrade y de cómo llegó a La Plata, todo es misterio sin resolver, aun en parte para Agostinelli que ha dedicado buena parte de su vida a investigarla, tanto como a los líderes de otras sectas consideradas peligrosas.
Ultimátum
Una mañana de mediados de diciembre una joven de no más de 25 años, de interesante perfil, fina figura, pelo castaño y la piel tan blanca que podía notársele el azulado de las venas que le cruzaban la frente, el cuello y los antebrazos, dejó en la redacción del diario El Día una gacetilla de prensa. El autodenominado “Supremo Comandante de la Seguridad Universal” convocaba a escuchar “revelaciones” sobre lo que “irrespetuosamente se ha dado en llamar Enanitos Verdes”.
La cita fue en un departamento de los últimos pisos del edificio América, la torre de 17 plantas de 7 y 50 que en el despunte de los años 60 dejaba a los platenses boquiabiertos por ser el primer rascacielos de La Plata. En aquel 1983, a 20 años de haber sido inaugurado, el América mantenía su estilo entre moderno, señorial y al mismo tiempo misterioso que todavía conserva.
En el departamento había unas 20 personas de pie, mirando al piso o por el ventanal que daba a la calle 50. La mayoría no pasaba los 30 años. Vestían ropas a la moda juvenil de entonces. En un gran comedor, sentado a la cabecera de una mesa larga con una cobertura de vidrio, esperaba el “ingeniero” Olivera y su lado Valentina de Andrade, de ojos penetrantes y desconfiados y el cabello corto y enrulado. En todo lo que duró la charla no invitaron a sentarse a nadie, incluyendo en esa descortesía al cronista y al fotógrafo que eran este que escribe y Mario Tadeo Ruiz.
Una síntesis grosera de lo dicho por Olivera esa tarde sería: 1- No eran Enanos Verdes ni lagartijas, como alguna testigo los había descripto. 2- Venían de una galaxia sólo ubicable en un concepto de espacio-tiempo que no valía la pena explicar porque los humanos no entenderíamos. 3- Un accidente, se suponía alguna falla de motor, los había dejado varados en Villa Montoro y la presencia de la gente en el lugar les quitaba “energía cósmica positiva” para el despegue. 4- Que si la situación se prolongaba, es decir si la gente seguía yendo a tomar mate bajo los árboles empecinada en ver a alguno de esos seres verdes, los accidentales visitantes iban a morir.
Dicho esto, Olivera se encargó de aclarar que cuando eso ocurriese no había que ilusionarse con encontrar los cadáveres. “No los van a tener de trofeos como los que los norteamericanos tienen en su Area 51. Estos seres se esfumarán, junto con su nave”, adelantó Olivera o Divino Apolus. Y pidió entonces que el diario publicara todo eso y prácticamente le ordenase a la gente alejarse del lugar para permitir el despegue.
Olivera o Divino Apolus dijo que todo le había sido comunicado telepáticamente por el Comandante Nuñuxts y que preferían morir antes de tener contacto con seres tan malos, perversos e imperfectos como nosotros los humanos. Y lo decía con una autoridad como si él hubiese nacido en Deimos, la segunda luna de Marte. Los amantes del Comic encontrarán al “Comandante Nuñuxts” cercano al Utnapishtim de Gilgamesh El Inmortal, que el dibujante y guionista Lucho Olivera concibió y llevó al éxito inspirado en un poema sumerio sobre ese sueño loco, hermoso y a la vez terriblemente sombrío de la inmortalidad.
Ante una propuesta de que los extraterrestres dejaran algo a cambio de la energía positiva que pedían para, por lo visto, llenar el tanque de la nave e irse, Olivera enfureció y empezó a gritar que no éramos merecedores de nada, de ninguno de los adelantos científicos y tecnológicos que podían darnos y mucho menos de la cura de todas las enfermedades como se me ocurrió sugerir, con ese razonamiento de “total, para bajar hay tiempo”. Después cerró los ojos, se tomó la cabeza con las manos, la apoyó sobre el vidrio de la mesa y al cabo de un eterno minuto de silencio dijo a sus fieles que acababa de recibir la última comunicación con el Comandante Nuñuxts. Todos habían muerto, dijo.
La piba de las venas azules fue la primera en gritar, pero no la primera en encarar hacia el ventanal y subirse al balcón con forma de batea. Otros dos fieles se le adelantaron y entre llantos y lamentos empezaron a bolear las piernas en inequívoco gesto de estar por tirarse al vacío. La escena duró apenas unos segundos pero suficientes como para espantar a todo el comedor, incluyendo a los demás fieles. A todos menos a Olivera, que sin abrir los ojos lanzó un seco: “No, ahora no”. Y la piba de las venas azuladas y sus compañeros se bajaron de la pared del balcón, compungidos y extraviados. Impresionaba ver sus ojos, las pupilas dilatadas, acaso señales inequívocas de que se habían asomado al infierno. Con los ojos en llamas, Valentina de Andrade repetía, murmurando: “vocês são os assassinos”.
Unos días después, el parapsicólogo platense Oscar Avendaño daría su propia versión, diciendo que a él también le habían enviado un mensaje telepático desde Villa Montoro. “El comandante Clatú (acaso sería un apodo que usaba Nuñuxts) le pide al presidente Raúl Alfonsín que desestime cualquier propuesta de desarrollar armas nucleares. Que han visitado la Tierra como en otras épocas y que dejan saludos a la humanidad”. Algo parecido sobre las armas nucleares “le dirían” al enfermero del Hospital San Martín, Jorge Oscar Miguenz, quien para traducir las extrañas palabras que decía que se le habían instalado en la cabeza después de una siesta, busco los oficios de dos activos ovninólogos platenses: Anahí Crosa y Claudio Domínguez.
Pero entre todos los que decían haber recibido mensajes, el profesor Luis Burgos, por entonces titular del Centro de Investigación de Fenómenos Astrales, CIFA, con sede en Ringuelet, fue el más cauto y hasta según desde donde se lo mire, el más racional. El hombre, que años después anunciaría públicamente que dejaría de ser Luis Burgos para convertirse en el cacique Inti Tahuatani, una deidad aborigen ancestral, decía algo así como que con los Enanitos Verdes no pasaba nada, que ya habían estado en la Tierra “en 1968 en Mendoza y en 1972 en Catamarca. Vienen a ver en qué andamos, se desilusionan y se van”, resumiría Burgos.
Poco a poco, día a día, los que decían haber visto Enanitos Verdes en Villa Montoro dejaron de anunciarse. El tema se diluyó, a marcha lenta pero inexorable. Valentina De Andrade y el Ingeniero Olivera dejaron la ciudad y se cree que fueron directamente a Brasil, donde sus andanzas y las de algunos de los platenses que los siguieron, darían mucha letra a la Justicia de ese país. Sus pasos y los de la secta que crearon en La Plata son otra historia para contar. A la chica de las venas azuladas la crucé un día, casi un año después, en la esquina de 48 y 8. Se hizo la que no me vio.
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