Por Gabriel Ariza | 25 octubre, 2019
Que un gobierno socialista en funciones mueva -literalmente- Roma con Santiago para desenterrar un cadáver que lleva 44 años en su tumba en vísperas de elecciones generales y como gran acto implícito de campaña puede parecer, desde fuera, tan extraño como macabro. Y, sin embargo, en España el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, sabe que la exhumación de Francisco Franco -con 22 cámaras de TV en el Valle de los Caídos, 1 unidad móvil, 3 cámaras de TV en Mingorrubio, donde volverá a ser inhumado, y retransmisión de todos los detalles desde todos los ángulos, varias horas seguidas en directo-, el dictador que fuera jefe de Estado antes de la restauración de la democracia en España, es para la ideología que representa una victoria póstuma y simbólica.
Pero el gesto representa muchas más cosas, como el fin de esa reconciliación entre los españoles, entre las dos Españas que se enfrentaron en nuestra última Guerra Civil, sobre la que se basaba el régimen democrático nacido en 1978, y, asunto no menor, con su invasión de la abadía benedictina y la propia iglesia donde reposaban los restos de Franco, trae a la memoria esa que fuera la mayor masacre de eclesiásticos que haya conocido Europa, con unos 7.000 clérigos asesinados, incontables fieles, cientos de iglesias, conventos y monasterios quemados hasta los cimientos, imágenes y tumbas profanadas y las más espantosas blasfemias públicas.
Y eso, en parte, es lo que hace tan inexplicable y cobarde el silencio de la Iglesia española.
Franco no fue un dictador al uso. No fue un político intrigante ni un militar con ambiciones políticas. De hecho, gracias a su enorme prestigio militar, fue requerido en varias ocasiones anteriores para participar en intentonas y se negó siempre, alegando que había prestado un juramento de lealtad a la República. Ni siquiera fue el cabecilla del levantamiento que habría de desencadenar la Guerra Civil, y solo a la muerte del líder, el General Mola, fue elegido para encabezar las tropas nacionales.
Franco se sintió liberado de su juramento solo cuando la República ya había descendido a un caos en el que una parte de España se dedicaba a liquidar físicamente a la otra parte. El levantamiento era, al fin, la reacción de una parte de la población que se resistía a morir. Como ferviente católico, Franco no podía asistir impasible a la destrucción de la Iglesia en España.
Por otra parte, así es exactamente como lo vio la Iglesia universal. Pío XII reconoció que en “la difícil tarea de restaurar los derechos de Dios y de la religión el pueblo español se alzó decidido en defensa de los ideales de la fe y de la civilización cristiana”, dijo Pío XII, que había llamado al alzamiento “Santa Cruzada”, la undécima.
No fue el único pontífice en elogiar a Franco, distinguido con la Suprema Orden de Cristo (Máxima distinción vaticana). Así, el sucesor de Pío XII, el recién canonizado Juan XXIII dirá: “Franco da leyes católicas, ayuda a la Iglesia, es buen católico, ¿qué más se puede pedir?”, y Pablo VI, que tuvo graves roces con el régimen, no obstante declaró que “Franco ha hecho mucho bien a España y le ha proporcionado un desarrollo extraordinario y una época larguísima de paz. Franco merece un final glorioso y un recuerdo lleno de gratitud”.
Mayor aún fue, lógicamente, la adhesión del propio clero al que había salvado del genocidio, el español, que la hizo expresa con una carta pública coordinada por el cardenal primado de Toledo, Isidro Gomá y Tomás.
Por lo demás, como atestigua su testamento, Franco era un ferviente católico, en absoluto un oportunista de la fe, sino un fiel que ponía su fe en el centro de su vida. Estas son las primeras palabras del texto que dejó como legado a todos los españoles, singular en cualquier dictador del siglo XX: “Al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante su inapelable juicio pido a Dios que me acoja benigno a su presencia, pues quise vivir y morir como católico. En el nombre de Cristo me honro, y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir”.
Que la jerarquía eclesiástica española, a 44 años de la muerte del dictador, no quiera insistir en su vinculación con el régimen es perfectamente razonable y comprensible. Incluso pueden encontrarse censurables las abundantísimas pruebas, durante el mandato de Franco, de una gratitud que caía a menudo en la adulación servil y que inevitablemente comprometía a la iglesia con un régimen, al final, mundano e integralista en un momento en que el Vaticano experimentaba con un ‘acercamiento’ al mundo muy diferente del aplicado hasta entonces.
Franco había intentado en todo momento aplicar al gobierno de España en toda su amplitud la Doctrina Social de la Iglesia, introduciendo prestaciones sociales y derechos laborales desconocidos hasta entonces en la legislación española, incluida la de la República, la mayoría de los cuales siguen en vigor.
Pero si el clero español pecó de adulación con el régimen mientras Franco estuvo vivo, ahora es mayor su pecado en la ingratitud. Ni un solo obispo español ha alzado la voz contra desmanes que no solo atentan contra los derechos de la familia del difunto, sino contra la propia libertad religiosa en España. Otra vez.
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Solo el prior de la Abadía del Valle, Santiago Cantera, ha osado enfrentarse contra todos los poderes del Estado y la opinión dominante en defensa de los derechos de la Iglesia y la familia, y sin contar con respaldo alguno de sus hermanos en la jerarquía que, por el contrario, ha dado su visto bueno a la exhumación.
Pero incluso si esta cobardía pudiera pasarse por alto, es completamente inadmisible frente a otros actos relacionados que pueden convertirse en un terrible precedente para la Iglesia española. Pese a la negativa del prior, por ejemplo, entraron en la Abadía y en la propia iglesia Guardias Civiles armados sin una orden judicial. ¿Cómo puede callar la Conferencia Episcopal Española a un asalto así? ¿Qué legitimidad les queda si ni siquiera protestan ante el allanamiento por parte de la autoridad civil de un espacio de culto, con el Santísimo presente?
La Conferencia Episcopal Española se ha convertido desde hace tiempo en una burocracia más interesada por mantener una menguante cuota de poder que por representar el mensaje evangélico o, al menos, defender los derechos de la fe frente a la voluntad del Príncipe.
Sus luchas son ya en torno a migajas con las que los sucesivos gobiernos les tienen domesticados y dóciles: clases de Religión, exención del pago del IBI, la X en la declaración de la renta… Ese conjunto de prebendas son, a la vez, el palo y la zanahoria que convierten al episcopado español en una blanda y timorata maquinaria de consenso político.
Cualquiera que conozca mínimamente la historia de España se da cuenta de que ese silencio, con el que los obispos creen comprar la conservación de sus privilegios, es un paso fatal. Nuestro país tiene una tortuosa relación con el clero, y del español se dice que va siempre detrás del cura, o con un cirio, o con un palo. La izquierda española tiene el anticristianismo en su ADN, y ya ha ‘probado la sangre’ con este asalto impune e incontestado. Se equivocan quienes piensan que esta profanación es el final; es solo el principio de algo mucho peor.
por Gabriel Ariza.
(https://infovaticana.com/2019/10/25/el-asalto-a-la-abadia-y-el-silencio-de-los-pastores/)
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