FUENTE: El Cultural
Decía Oscar Wilde que la música constituye “el modelo perfecto de arte, porque no es capaz de revelar su último secreto”. Lo recuerda Martín Llade (presentador de “Sinfonía de la mañana” en Radio Clásica) en el prólogo de Historia oculta de la música (La Esfera), fundamentado y absorbente ensayo en el que Luis Antonio Muñoz ofrece un recorrido por este arte intrínsecamente misterioso, tal como informa Alberto Ojeda en este artículo de El Cultural.
Avanzamos desde los sonidos rituales de la prehistoria hasta las supersticiones de Schönberg (que huía del número 13 como de la peste) y el presunto culto a Satán de grupos como los Beatles, los Rolling Stones y Led Zeppelin, detalle que alimentaba el morbo y disparaba las ventas de sus discos. En medio, una amplia diversidad de etapas: Egipto, Roma, Grecia, el cristianismo, el medievo, la masonería, el gnosticismo, la teosofía… “La música siempre aparece en un estado trascendente o de formación del pensamiento religioso”, apunta a El Cultural Muñoz, que ha tardado nueve años en completar un volumen de 400 páginas, punta de un iceberg con una base documental apabullante.
Es verdad que bucear en las partituras y sus arcanos puede conducir a un esoterismo abaratado. Muñoz, hombre de aspiraciones renacentistas (escritor, investigador, cantante, director…), evita esa propensión a buscarle tres pies al gato, lo que acaba en peregrinas teorías y disparates varios. “Este es un libro sobre todo de historia y no da nada por sentado salvo los hechos históricos. No afirma, por ejemplo, que existan los espíritus, sino que cita a todas aquellas personas en el mundo de la música que creían en ellos, como Schumann, Chopin y la médium Rosemary Brown. Una gran parte de la historia de la música se ha ocultado tradicionalmente por diferentes motivos”.
Un ejemplo paradigmático es el de las conexiones masónicas, sepultadas con particular esmero durante el franquismo. El listado de compositores que formaron parte de diversas logias es extensísimo. Mucho más de lo que habitualmente se conoce. Que Mozart fue masón es vox populi, pero Muñoz saca a relucir casos más velados: Puccini, Schubert, Sibelius… Con Beethoven existen dudas. No hay documentos fehacientes que lo acrediten, pero los indicios son abundantes. “Todo apunta a que asistió a algunas reuniones masónicas, pero al final de su vida dejó de hacerlo. No sabemos si lo hizo como masón o como invitado profano. Y aquí se abre el terreno de la especulación ya que una de las posibles explicaciones es que para ser masón había que ser expresamente un ‘hombre sano’. Quizás fue su sordera progresiva la que le apartó de los rituales”.
Otra hipótesis es que no quisiera complicarse la vida con las autoridades. La masonería y otros movimientos como los Illuminati de Baviera empezaron a ser perseguidos hacia 1784. Y la situación de sus adeptos se complicó todavía más a partir de 1801 tras la firma del concordato de Napoleón con el Vaticano. Aunque las razones de su alejamiento quizá fueran mucho más prosaicas. “Simplemente se pudo cansar o aburrir”, desliza Muñoz, que está urdiendo un concierto (con la vista puesta en el Auditorio Nacional) sobre la música compuesta para la logia de Helsinki por Sibelius y otro a partir de dos antífonas templarias de finales del siglo XIII.
Este tipo de recuperaciones le hacen particular ilusión. Una de las grandes experiencias en su trayectoria musical es haber tocado un órgano con tubos de papel diseñado por el mismísimo Leonardo da Vinci. Un instrumento nunca antes construido que aparece en uno de los códices manuscritos del genio italiano que se custodian en la Biblioteca Nacional. Son documentos que llegaron a España de la mano de Pompeo Leoni, el escultor de Felipe II. “Como pitagórico experimental, Da Vinci concebía la música como una expresión de la belleza natural”, explica Muñoz. Es una pena que se perdiera el rastro de su tratado de música al que alude en el Cuaderno de anatomía. “Encontrarlo sería un descubrimiento importantísimo. Debe de ser tan sistemático como el resto de su obra y seguramente una la música con la geometría y la pintura”.
Esto último es una conjetura. Lo que, por el contrario, es un hecho contrastado es el impacto que la ópera Rienzi causó en un Hitler adolescente. Percibió un mensaje revelador y estableció un fuerte lazo de identidad con el protagonista, un tribuno romano que se rebelaba para guiar el destino de su pueblo. “Ese episodio cambiaría su vida y quizás le llevó a construir su imagen de un nuevo imperio alemán, según ocurría en el libreto de la ópera de Wagner”. No es un título del artífice de la Tetralogía que se represente habitualmente. De hecho, acabó apostatando de él. Una de las últimas ocasiones en que se ha montado suscitó bastante polémica. La producción de Philip Stölzl para la Ópera de Berlín lucía una estética nacionalsocialista y, para más inri, se estrenó el día del cumpleaños del Führer (20 de abril). Seguramente no fue deliberado, pero suscitó algunas suspicacias.
De entrada, no se debería condenar a Wagner retrospectivamente por el hecho de que los nazis se encapricharan de su música. Pero lo cierto es que se lo puso muy fácil con su antisemitismo explicitado en el manifiesto Los judíos en la música y la ampulosa exaltación de la mitología nórdica. “Wagner adornaba los congresos y mítines del partido como una forma integrada de propaganda y emoción, dentro de un sistema mucho más complejo que englobaba a todo el arte alemán frente al arte ‘degenerado’ de los judíos y negros”, recuerda Muñoz, que ya prepara la segunda parte. Su intención para la ‘secuela’ es abordar la relación de la música con el cerebro y sus diferentes capacidades, la criptografía musical y otros temas que considera “ocultos, pero no necesariamente ‘ocultistas’”.
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