"La humanidad no encontrará la paz hasta que no vuelva con confianza a mi Misericordia" (Jesús a Sor Faustina)

martes, 5 de noviembre de 2013

La moda del orientalismo, introducida en Occidente, tiene como objetivo desplazar a los residuos del Cristianismo occidental



por Luis Santamaría 

Algún avispado lector habrá respondido para sus adentros a la pregunta que titula este artículo: “los Beatles, por supuesto”. Y es que la estampa de los cuatro músicos de Liverpool con un gurú barbudo forma parte de la memoria colectiva y de la cultura popular de la segunda mitad del siglo XX. En los años 60, multitud de jóvenes emprendieron el viaje a Oriente buscando la espiritualidad, la paz interior o el tercer ojo (glosando la célebre obra del farsante Lobsang Rampa). La moda de orientalismo inundó Occidente, es cierto… pero la cosa no empezó el día en que The Beatles se encontraron con Maharishi Mahesh Yogi y viajaron hasta su ashram (centro de meditación) en la India. Idilio espiritual que, por cierto, duró poco tiempo, y al que podríamos dedicar un artículo más adelante.
Digo que esta publicidad protagonizada por los iconos del momento no fue lo más determinante en la gran atención que se prestó a las tradiciones religiosas de las tierras del sol naciente, sino que fueron aún más influyentes otros factores de mayor calado, entre los que quiero destacar ahora tres muy especiales: un acontecimiento puntual de tipo religioso, un factor que tiene que ver con el ocultismo y otro más, quizás el más importante, de carácter cultural –o literario, para ser más exactos–. Vamos a verlos brevemente.
En 1893 tuvo lugar un importante evento interreligioso, no muy común por aquel entonces: el Parlamento de las Religiones del Mundo. Se celebró en la ciudad estadounidense de Chicago, coincidiendo con la Exposición Universal, y congregó del 11 al 27 de septiembre a unas 6.000 personas representando a las diversas tradiciones religiosas del planeta. Algunos afirman que este acontecimiento supuso el comienzo del diálogo interreligioso en la edad contemporánea. Otros, sin embargo, subrayan que fue un encuentro con una presencia mayoritaria de lo occidental y judeocristiano. La verdad es que, según las crónicas, supuso toda una novedad la presencia de representantes de las religiones de Oriente que, como afirman algunos estudios, “se evidenciaba en la desproporcionada atención que la prensa local brindaba a los representantes orientales”.
El Parlamento de las Religiones del Mundo de 1893 sirvió como un trampolín de lanzamiento para varios líderes de tradiciones orientales. ¿Quiénes estuvieron y por qué digo que fue un punto de inflexión en la importancia de lo oriental en Occidente? Dejando aparte la intervención de Annie Besant, de la que hablaré después, quizás el participante más destacado del Este fue Swami Vivekananda (1863-1902), importante gurú indio que era, a su vez, discípulo de Ramakrishna (místico hindú de la escuela advaita dentro del neo-vedantismo), y que sentó cátedra en el encuentro al afirmar la igualdad de todas las religiones, ya que lo Divino está en todas ellas igualmente presente, y por eso cada una debe asimilar el espíritu de las otras.
Como puede verse, un discurso irenista y agradable para un público occidental que, bajo la capa de la tolerancia, asume planteamientos relativistas y sincretistas unos años antes de inaugurar el siglo XX. No es casualidad que Vivekananda se quedara unos años en los EE.UU. antes de regresar a su país natal, difundiendo en libros y conferencias (también en las universidades más importantes) el yoga y la tradición hindú vedanta, además de abrir centros de su “Misión Ramakrishna”. También tuvo su lado polémico, ya que criticó duramente al cristianismo.
Otra figura importante en el Parlamento de 1893 fue el ceilanés Anagarika Dharmapala (1864-1933), que acudió representando al budismo Theravada –el que predomina en el sudeste asiático– y que parece que se llevó muy bien con su recién conocido Vivekananda. Siendo prácticamente de su misma edad, con su aspecto exótico y su discurso religioso alternativo acaparó también la atención mediática de Occidente, y también se dedicó a viajar difundiendo sus doctrinas por donde encontraba ocasión.
Podemos ver el efecto que causó en el encuentro multirreligioso de Chicago al leer las crónicas periodísticas de la época, una de las cuales hablaba del temblor que producía “saber que tal figura se situó a la cabeza del movimiento para consolidar a todos los discípulos de Buda y para difundir la luz de Asia por todo el mundo” (Saint Louis Observer). ¿Los efectos? Poco más de un siglo después, en el año 2001, las estadísticas hablaban de algo más de un millón de budistas y cerca de 800.000 hindúes en un país que en 1893 asistía asombrado a los discursos de unos “extraños religiosos”.
Vamos ya a comentar el segundo factor, y que no es otro que la Teosofía. Un tema que daría para varios artículos, o incluso libros enteros… y que tiene que ver tanto con el Parlamento de las Religiones de Chicago como con la figura recién vista de Dharmapala. En 1875 se fundó en Nueva York la Sociedad Teosófica, a cargo de Helena P. Blavatsky (1831-1891) y otros personajes, convirtiéndose muy pronto en uno de los movimientos esotéricos más importantes de la historia. Tras su muerte fue sucedida por Annie Besant, que participó en el Parlamento de 1893 como una de las pocas oradoras femeninas.
Pero más allá de esta presencia en el acontecimiento difusor de lo oriental, la importancia que se le da en el seno de la Teosofía al hinduismo y al budismo, aderezados con su estilo ocultista, han influido notablemente en la cultura contemporánea. La doctrina teosófica enseña la igualdad de todas las religiones, que no serían más que el revestimiento externo de una verdad común, de un núcleo esotérico que –cómo no– se descubre de forma auténtica en un sistema espiritual que se ha autodenominado con una palabra que en griego significa “sabiduría divina” (theós-sophía).
Desde sus inicios, la Teosofía otorgó un lugar fundamental y preponderante a las tradiciones religiosas de Oriente. No es casualidad que estableciera su sede mundial en la localidad india de Adyar. Allí fue donde, en tiempos de la segunda líder Besant, el vicepresidente Charles W. Leadbeater (1847-1934), un antiguo clérigo anglicano reconvertido en dirigente teósofo, encontró en la playa a un niño llamado Jiddu, en cuya aura descubrió que se trataba del nuevo mesías esperado o “instructor mundial”, y a quien hicieron un protagonista central de aquellos años en su organización esotérica, con el nombre de Krishnamurti.
Las doctrinas teosóficas asumen gran cantidad de términos del sánscrito y conceptos de las religiones orientales, que marcan, junto con sus tendencias espiritistas, las líneas fundamentales de su dogma. De hecho, el principal cisma de la Teosofía, protagonizado por Rudolf Steiner al abandonar la secta para fundar la Antroposofía, se debió a esa insistencia en lo oriental en el sistema doctrinal de madame Blavatsky. Así pues, la Sociedad Teosófica ha supuesto un impulso muy notable a la difusión del orientalismo en Occidente.
Y el tercer elemento, aunque de menor intensidad, podemos considerar que tuvo un mayor calado social. Se trata de la novela Siddharta, del célebre escritor alemán Hermann Hesse (1877-1962). Publicada en 1922, no fue hasta después de que le otorgaran el Premio Nobel en 1946 cuando tuvo un éxito de ventas. Después de la Primera Guerra Mundial, cuando se contempla el panorama de una humanidad fracasada, Hesse vuelve su mirada a Oriente, poniendo en el centro la espiritualidad budista y llamando a la búsqueda del yo, en un movimiento de introspección. El libro cuenta la vida ascética del joven brahmán Siddharta en busca de la verdad. Cuando conoce a Buda, su compañero Govinda se queda con él, pero Siddharta continúa su travesía personal, cayendo más tarde en una vida de desenfreno y reencontrándose al final con Govinda, ya budista, en cuyo rostro descubre la sabiduría, el amor y la serenidad.
Veamos un ejemplo concreto de esta influencia de Hesse en la cultura occidental. En la biografía del filósofo alemán Peter Sloterdijk (n. 1947) descubrimos que fue uno de los muchos jóvenes que viajó a la India tras el gurú Bhagwan Rajneesh (ahora llamado Osho), y fue entonces cuando cambió su forma de afrontar la filosofía, desencantado con la Escuela de Frankfurt, que era su ámbito intelectual anterior. Entrevistado hace unos años por un periodista español, Sloterdijk, cuando aquél le pregunta la razón de ir a la India, éste responde: “por haber leído a Hesse. Por creer que el espíritu sopla desde Oriente. Por ser de la retaguardia del 68. Me acerqué al gurú Osho”.
El periodista cuestiona también si se convenció de algo, a lo que el filósofo contesta: “¡Es fácil convencerse si te brindan el revolucionario cóctel de sexo más iluminación!”. Una muestra más de lo que supuso un acto repetido por miles de jóvenes europeos y norteamericanos que marcharon a Oriente no sólo por el reclamo de unos cantantes melenudos meditando con un maestro, sino también por la influencia amplia de una novela muy vendida y leída en su tiempo, la de Herman Hesse, sobre la búsqueda personal del ser humano y el iniciador del budismo.
El proceso de secularización de la sociedad occidental, como puede verse, no trajo consigo la desaparición de lo religioso, sino que dejó una modernidad necesitada de espiritualidad al “deshacerse” del bagaje cristiano en algunas partes de población. Eso hizo que muchas personas, sobre todo jóvenes, en una época determinada buscaran la trascendencia más allá de las fronteras culturales propias, dando el salto a Oriente. Durante el siglo XX se cultivó de tal manera que no sólo hubo un viaje de ida, sino también de vuelta, trayendo a las tierras del Oeste corrientes religiosas, grupos y prácticas de donde sale el sol.
Así se han trasplantado a Occidente el hinduismo en sus diversas variantes, el budismo en su multiplicidad de ramas y otros elementos sueltos que se asumen –de forma independiente o mezclados con cosas dispares– como el yoga, los chakras, la meditación, el zen o la creencia en la reencarnación. Una moda, la del orientalismo atractivo, domesticado y comercializado, que continúa en nuestros días.
Luis Santamaría del Río

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