Douglas Murray es escritor, periodista y analista político británico.
Las argucias desplegadas para demostrar que Europa no puede sino resignarse a la inmigración masiva son muy variadas. El villano oficial seguirá siendo “la ultraderecha”, y el euro-progresismo seguirá entonando “We are the world, we are the children” hasta el final.
Por Francisco José Contreras - 15/03/2019
Douglas S. Murray ha pintado en The Strange Death of Europe un cuadro dolorosamente lúcido sobre una Europa resignada a su desaparición (que tendrá lugar por “gran sustitución” migratoria, por suicidio demográfico, o por una combinación de ambas cosas). La exposición de Murray es sistemática y bien armada, pero aquí sólo tenemos espacio para unas pinceladas impresionistas, recordando algunos hechos que adquieren el valor de categoría:
– En julio de 2015, el gobierno alemán todavía intenta afrontar con racionalidad la avalancha de “refugiados sirios” (en realidad, gran parte de ellos procedían de otros países, y eran simplemente inmigrantes económicos). Angela Merkel asiste a un encuentro televisado con “refugiados” en Rostock, y una chica palestina le transmite su temor de que su familia sea expulsada del país. La canciller contesta que “la responsabilidad política es una cosa dura”, que Alemania no puede acoger a todos los que quieran venir, y que tendrán que aplicarse filtros para determinar quiénes llegan huyendo realmente de la guerra; y sí, eso implica que algunos serán devueltos. Mientras Merkel se prepara para otra pregunta, un rumor inconfundible llega a las cámaras: la chica está sollozando. Game over. Al día siguiente, los medios criticarán a la canciller por “la frialdad de su respuesta”. Unas semanas después, la foto del cadáver del niño Aylan Kurdi en una playa griega zanja definitivamente el asunto: quien ponga cualquier objeción a la acogida indiscriminada es un monstruo que desea que los pequeñuelos se ahoguen. A finales de agosto, la canciller abandona las cautelas iniciales y pronuncia su famoso “Wir schaffen das” (“Lo conseguiremos”): Alemania está dispuesta a acoger un millón de “refugiados”.
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Los europeos sabemos que nunca podríamos llegar a ser árabes, africanos o japoneses, aunque permaneciéramos décadas en los países respectivos
– La ministra sueca de Inmigración, Mona Sahlin, habla en una mezquita de inmigrantes kurdos en 2004. Les dice que los suecos les tienen envidia, pues los kurdos poseen una cultura rica y unitaria, mientras que Suecia no tiene otra cosa que “banalidades, como el festival de la noche del solsticio de verano”. En 2005, un periodista pregunta a Lise Bergh, secretaria parlamentaria del gobierno sueco, si cree que hay algo en la cultura sueca que merezca ser preservado. Contesta: “Bueno, ¿qué es la cultura sueca?”. En febrero de 2017, el candidato presidencial Emmanuel Macron afirma en Lyon: “No existe la cultura francesa. Existe la cultura en Francia, y es una cultura diversa”.
– Andrew Hawkins, director teatral británico, descubrió que era descendiente de un John Hawkins que fue traficante de esclavos en el siglo XVI. En 2006 se incorporó –junto a otros 26 descendientes de tratantes, de nacionalidad alemana, británica y francesa- a un “sorry trip” por Gambia. Desfilaron con grilletes en el cuello y los pies por las calles de Banjul. Así llegaron al estadio, donde pidieron perdón de rodillas ante un público de 25.000 personas. Y entonces, el vicepresidente de Gambia, Isatou Njie-Saidy, les liberó ritualmente de sus cadenas. (Históricamente, el volumen del tráfico de esclavos intra-africano –con los países árabes o de las propias tribus africanas entre sí- excedió en mucho al tráfico transoceánico desarrollado por portugueses, británicos o franceses).
– El noruego Karsten Nordal Hauken –que se define como “heterosexual, feminista y antirracista”- fue violado en su casa por un refugiado somalí. Su agresor fue capturado, identificado por medio de un test de ADN, y condenado a prisión de cuatro años y posterior expulsión a su país. Hauken declaró a los medios noruegos: “Tengo un fuerte sentimiento de culpa y responsabilidad. Yo soy la razón por la que él ya no podrá quedarse en Noruega, y será enviado a un futuro oscuro e incierto en Somalia”.
– En enero de 2016 fue violada en Mannheim una alemana de 24 años. En la denuncia policial inicial, declaró que sus agresores parecían alemanes. Sólo en una declaración posterior reconoció que se trataba de extranjeros, y que había mentido para “no hacerles el juego a los racistas”. En una carta abierta a sus violadores, se disculpó y afirmó: “Yo quiero una Europa abierta y amable. Una en la que pueda vivir con alegría, y en la que ambos nos sintamos seguros. Lo siento. Lo siento muchísimo por vosotros y por mí. Vosotros no estáis seguros aquí, porque vivimos en una sociedad racista. Yo no estoy segura aquí, porque vivimos en una sociedad sexista”.
¿De verdad es necesario importar mano de obra extranjera en países –como España- con tasas de paro superiores al 10%?; ¿no será porque los inmigrantes aceptan salarios más bajos?
Lean a Murray para entender cómo hemos llegado hasta aquí. Los europeos sabemos que nunca podríamos llegar a ser árabes, africanos o japoneses, aunque permaneciéramos décadas en los países respectivos: sin embargo, nos obligamos a creer –so pena de racismo y xenofobia- que cualquier árabe o africano se convertirá mágicamente en europeo apenas ponga el pie en el continente. O bien, que no se europeizará, pero que da igual, y que tiene derecho a permanecer aquí de todas formas. O que quizás no tiene derecho, pero en cualquier caso es inevitable, pues no se pueden poner puertas al campo.
Las argucias desplegadas para demostrar que Europa no puede sino resignarse a la inmigración masiva son muy variadas. Se explica que “los inmigrantes vienen a pagarnos las pensiones”, obviando los estudios –por ejemplo, “El coste de la emigración extranjera en España”, del GEES- que muestran que extraen del sistema asistencial más de lo que contribuyen a su sostenimiento. Se manipula el pasado para hacer creer que “siempre fuimos una tierra de inmigración” o que “en realidad, todos somos extranjeros”. Se insiste en que “vienen a hacer los trabajos que los europeos ya no quieren hacer”, soslayando la pregunta evidente: ¿de verdad es necesario importar mano de obra extranjera en países –como España- con tasas de paro superiores al 10%?; ¿no será porque los inmigrantes aceptan salarios más bajos?, y ¿no se podría negar el subsidio de desempleo al español que no esté dispuesto a recoger fresas?
En Möllenbeck o Bradford es difícil encontrar cerveza, por la sencilla razón de que los pubs –y las iglesias- han cerrado: no ha tenido lugar una europeización de los inmigrantes, sino una islamización de ciertas zonas urbanas
La doctrina pro-inmigración ha ido viendo desmentidas todas sus predicciones. Se dijo que los “trabajadores invitados” (Gastarbeiter, guest workers) estarían en Europa unos años y volverían satisfechos a sus países: en realidad, casi nadie volvió; al contrario, a partir de los años 70 trajeron a sus familias, y comenzaron a llegar otros muchos sin contrato de trabajo, atraídos por el generoso sistema asistencial y por la certeza de que quien pone pie en Europa termina siempre quedándose. Se dijo que los pakistaníes, argelinos o nigerianos establecidos en Francia o Inglaterra al cabo de una generación beberían pastís o cerveza tibia, y serían tan europeos como los demás; en realidad, en Möllenbeck o Bradford es difícil encontrar cerveza, por la sencilla razón de que los pubs –y las iglesias- han cerrado: no ha tenido lugar una europeización de los inmigrantes, sino una islamización de ciertas zonas urbanas. Quien visite la tumba de Carlos Martel en Saint Denis podrá preguntarse si su victoria sobre los musulmanes en Poitiers (732) sirvió de algo. Pues la abadía necesita constante protección militar; y el visitante, al salir, atravesará calles que se parecen mucho más a las de la Argel que a las de París.
En lugar de reconocer estos fracasos, el pro-inmigracionismo ha arremetido furiosamente contra quien los pusiese de manifiesto. Quien discrepe de la ortodoxia inmigracionista es tildado de racista, xenófobo, fascistoide, nacionalista estrecho… Quien señale la específica inasimilabilidad de la inmigración musulmana será tachado de “islamófobo”. Y sí, es cierto que algunos musulmanes están en peligro en Europa. Pero no son los salafistas, sino los moderados como Hamed Abdel-Samad o Kenan Malik, o los “apóstatas” que se pasaron al cristianismo (Magdi Allam) o al ateísmo (Ayaan Hirsi Ali). Son Rushdie, Hirsi Ali o Allam los que tienen que vivir bajo protección policial. Amenazados, no por “islamófobos” de ultraderecha, sino por musulmanes radicales que campan por sus respetos en París o Londres. (El caso de Ayaan Hirsi Ali es revelador: una inmigrante modelo, una verdadera refugiada, que sufrió mutilación genital en su Somalia natal y llegó a Europa huyendo de un matrimonio forzoso; que trabajó y estudió con aprovechamiento, licenciándose en Ciencia Política en la Universidad de Leiden y colaborando con Theo Van Gogh –asesinado por un islamista- en el documental “Sumisión”, que pretendía denunciar la opresión de las mujeres en el mundo islámico. Ali, que llegó a ser diputada del Parlamento holandés, tuvo al final que emigrar a EE.UU.: Holanda era incapaz de garantizar su seguridad. Y su discurso de denuncia del Islam radical resultaba incómodo: chocaba demasiado con la ortodoxia buenista del multiculturalismo y la diversidad).
El imán de Neukölln (Berlín) pidió en 2014 que Alá “destruya a todos los judíos sionistas, que mate hasta al último de ellos”
Tampoco corren buenos tiempos para los judíos en Europa. Miles de judíos franceses están emigrando a Israel, como reflejó la novela “Sumisión” de Michel Houellebecq (otro que tiene que vivir escondido por desafiar lo políticamente correcto). La prensa progresista insiste en atribuir antisemitismo a partidos como Alternativa por Alemania o el Fidesz de Viktor Orban: en realidad, el primero es nítidamente pro-israelí, y el gobierno húngaro ha recibido reiteradas felicitaciones de Israel por su modélica política de protección de los judíos. Sí, en las calles alemanas vuelven a oírse gritos de “¡judíos a la cámara de gas!” (“Hamas, Hamas, Juden ins Gas!”). Pero no vienen de neonazis, sino de manifestaciones pro-palestinas protagonizadas por inmigrantes musulmanes. El imán de Neukölln (Berlín) pidió en 2014 que Alá “destruya a todos los judíos sionistas, que mate hasta al último de ellos”. Los supermercados kosher en Francia necesitan protección: no frente a los lepenistas, sino frente a islamistas como Amedy Coulibaly, que en 2015 mató a cuatro rehenes en uno de ellos (en Toulouse, Bruselas o Copenhague se han producido también en los últimos años atentados antisemitas, siempre de autoría islámica).
Da igual: el villano oficial seguirá siendo “la ultraderecha”, y el euro-progresismo seguirá entonando “We are the world, we are the children” hasta el final, profetiza Murray. Europa está poseída por un Zeitgeist suicida: se desprecia más o menos conscientemente a sí misma, y desea ser sustituida por otros (el alcalde de Londres Ken Livingstone celebró el censo de 2012 que indicaba por primera vez que los “británicos blancos” habían pasado a ser minoría en su propia capital). Y se desprecia porque se ha quedado sin su cosmovisión, que era el cristianismo. La mezquina filosofía de “disfruta mientras puedas, pero debes saber que la tuya es una vida sin sentido en un universo absurdo” no puede inspirar nada grande, ni siquiera una voluntad seria de supervivencia colectiva.
(https://www.actuall.com/criterio/democracia/douglas-murray-y-la-extrana-muerte-de-europa/?fbclid=IwAR37df5crEqv0geDXkJZpynWQj4R3NH5ZvJjW8Wtzg67t5fV-NN9HKsrXLA)
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