Fuente: Aleteia
¿La religión es sólo un intento de explicación de fenómenos misteriosos, y por eso ya no es necesaria, como muchos dicen? Responde a esta cuestión en el portal Aleteia el doctor en Filosofía y Teología José Luis Vázquez Borau, miembro de la Red Iberoamericana de Estudio de las Sectas (RIES) y autor de numerosos libros.
La Naturaleza fue la primera que provocó la búsqueda de explicaciones a muchos fenómenos misteriosos para el ser humano primitivo: la lluvia, el día y la noche, el sol, la luna y las estrellas, el nacimiento de un niño o el fluir de la sangre. Lo que hacía el hombre primitivo era ir recabando experiencias dándoles un sentido mágico a partir de sus intuiciones. Pero lo que más le preocupaba era la supervivencia.
Por eso es posible que todo lo que le rodeaba, desde la caza hasta sus rebaños estuviese inmerso en su órbita religiosa. Así, el descubrimiento del fuego y su control, por ejemplo, fue el primer eslabón de la cadena de religiones que han poblado el mundo desde sus orígenes.
La importancia de este hecho se puede ver en multitud de cultos, mitos y leyendas: desde el mito de Prometeo, que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, hasta el fuego que los atenienses encendían con motivo de la paz durante los juegos olímpicos. No obstante, el principio más invocado y representado a lo largo de la prehistoria es la fertilidad, refiriéndose tanto a la germinación y a la formación de la vida, desde una planta hasta el nacimiento de un niño salido de su madre.
Otro hecho fundamental era la muerte. Los ritos funerarios son tan antiguos como el hombre y casi todas las religiones tendrán su propio rito de despedida y culto a los seres perdidos. Estos ritos llegan hasta nuestros días de muy variadas formas, como se puede ver en la “la noche de Difuntos, de las Ánimas o Halloween”, que no son más que adaptación de cultos paganos, probablemente celtas, ya que coinciden con el primer día del calendario celta, día en el que los espíritus de los muertos vagan por el mundo terrenal.
El primer estadio de la religión
En el primer estadio de la religión lo peculiar es el “estupor ante lo absolutamente heterogéneo”, ya se llame espíritu o demonio; ya se prescinda de nombrarlo; ya se engendren entes imaginarios para su explicación y captación; ya se aprovechen para ello seres fabulosos producidos por la fantasía e incluso antes de suscitar el terror demoníaco. Este sentimiento de lo sagrado se adhiere a ciertos objetos, que a veces concurrirán a provocarlo, objetos de suyo enigmáticos, impresionantes, fenómenos, procesos y cosas chocantes de la naturaleza, del mundo animal, de los hombres.
El antropólogo E. B. Taylor fue quien nombró a esta creencia como animismo, comprendiendo a la vez varias nociones: espíritu, mana, alma y principio vital. El espíritu está por todas partes. Puede asociarse igualmente con una roca o con un animal, con una fuente o con un árbol, pero es independiente de ellos. Puede también abstraerse de todo y llevar en el espacio su propia vida. Los espíritus esenciales son los de los difuntos, diferentes según hayan sido víctimas de muerte violenta o de enfermedades o se hayan dormido tranquilamente, según hayan respetado o no los ritos funerarios, pues de no ser así, las almas quedan desencarnadas, rondando sus antiguas moradas y esperando la reencarnación.
El mana es una fuerza sobrenatural, espiritual, pero impersonal, difundida por todo el universo. Todo el mundo está expuesto a sus efectos. El mago es la persona capaz de domesticarlo. Actúa a la vez sobre él y gracias a él. La fuerza del mana, canalizada, se ejerce entonces por medio del amuleto, de la fórmula, del gesto que lo han captado. El mana es una palabra polinesia que indica el poder espiritual invisible que penetra todas las cosas.
El descubrimiento del ámbito de lo sagrado
El ser humano de todos los tiempos descubre, en el horizonte de su vida, de su entorno natural y de su historia, una Realidad Suprema y Absoluta, cuya existencia no es el resultado de una deducción lógica o racional, sino una Presencia que en cierta manera se impone, desvelándose al ser humano como el fundamento, eje y sentido de su vida; es decir, como Salvación, haciendo significativa su existencia desde un nuevo ámbito: el ámbito de lo Sagrado.
Es opinión bastante generalizada, a partir de los estudios realizados por el teólogo protestante Rudolf Otto (1869-1937), que el origen de la religión está vinculado en el ser humano al sentimiento generado por el “misterio tremendo y fascinante”, que es el ámbito de lo sagrado o de lo santo. Para que aparezca el Misterio el ser humano debe dejar de ser el centro de sí mismo, debe descentrarse, salir de sí mismo, inaugurar una actitud estática de reconocimiento de la Absoluta Supremacía del Misterio. Dejar que el centro de su persona lo ocupe la Realidad o el Misterio. La cerrazón en sí mismo es sinónimo de inmanencia.
Si algo es evidente para la persona auténticamente religiosa es que ella no inventa el Misterio, sino que el Misterio la encuentra ella, la emplaza, la juzga y la puede condenar o salvar. El Misterio no es para a persona ni un lugar, ni una idea, ni menos un mero ideal. La persona religiosa no es, por tanto, primordialmente aquella que acepta unas verdades, que alimenta unas esperanzas o que realiza unas prácticas, sino más bien aquella que vive toda su vida en una dirección: la referencia al Misterio y la apertura a él en una actitud de reconocimiento acatamiento, de alabanza entrega a él. Por esta puesta entramos a la Fe.
Magia y hechicería
Aquellas prácticas por las que el ser humano pretende domesticar potencias ocultas para ponerlas a su servicio y obtener un poder sobrenatural sobre el prójimo, aunque sea para procurar la salud, manifiestan una falta de fe en el poder de Dios y en la aceptación de su voluntad. Estas prácticas son más condenables aún cuando van acompañadas de una intención de dañar a otro, lo que se denomina magia negra o hechicería.
La magia busca sobrepasar las limitaciones de la naturaleza humana, el orden de la creación establecido por Dios y la autoridad de Dios. La magia pretende obtener poder sobre la creación y sobre la voluntad de otras personas por medio de la manipulación del mundo espiritual por medio de poderes ocultos. Por esto, ante los casos de adivinación, el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 2115 nos dice:
“Dios puede revelar el porvenir a sus profetas o a otros santos. Sin embargo, la actitud cristiana justa consiste en entregarse con confianza en las manos de la providencia en lo que se refiere al futuro y en abandonar toda curiosidad malsana al respecto. Sin embargo, la imprevisión puede constituir una falta de responsabilidad”.
Y, por tanto, prosigue en el número 2116: “Todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone “desvelan” el porvenir (Cf. Dt 18, 10; Jr 29, 8). La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a “médiums” encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios”.
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