(a propósito del centenario de la Revolución rusa)
por César Félix Sánchez
(tomado de Adelante la Fe)
Entre algunos –incluso católicos– existe cierta perplejidad respecto a los «errores de Rusia» y su ulterior expansión por el mundo profetizados por Nuestra Señora en Fátima en 1917. Si se trata del marxismo, ¿no sería mejor hablar de errores alemanes, tanto por el origen de Marx y Engels como por su impronta hegeliana? Y, por otro lado, si todavía no ha llegado el triunfo del Inmaculado Corazón, ¿cómo es que el comunismo parece haber dejado de existir como amenaza para la Iglesia y la civilización?
La respuesta es bastante sencilla. Los «errores de Rusia» no se refieren simplemente al viejo marxismo, nefasto pero esclerotizado para 1917 en partidos obreros de masas bastante moderados, como el SDP alemán y la SFIO francesa, sino a su superación y perfeccionamiento en el mal que es el leninismo, ese non plus ultra del maquiavelismo político, de la idolatría del poder y de la inmoralidad. Y ese producto, el bolchevismo o marxismo-leninismo sería dado a luz por Vladímir Illich Ulianov, Lenin, al calor de las conspiraciones contra el régimen zarista.
¿Qué caracteriza esencialmente al marxismo-leninismo? Pues, en primer lugar, un elemento de praxis organizativa que, como todo en la doctrina del autodenominado «socialismo científico», esconde una verdad teórica significativa: el reemplazo del viejo partido de masas (siempre «moderable» y con tendencias «populistas») por el partido de cuadros selectos y secretos, de revolucionarios profesionales clandestinos, siempre dispuestos a la acción «apostólica» y «misionera», especialmente en los lugares más difíciles y ante determinados sectores estratégicos de la sociedad.
El partido, una élite dispuesta a todo y sometida al férreo control del líder –ese individuo cósmico-histórico para Hegel, casi infalible, pues es casi la historia encarnada – por el paradójicamente llamado «centralismo democrático», será la «vanguardia del proletario» y su relación con la sociedad se dará a través de organismos de fachada, de apariencia neutra e incluso virtuosa como sindicatos o «ligas por la paz», que se consolidarán como frentes de masas o pequeños círculos de infestación doctrinal, donde la mayoría de miembros no tiene una idea clara de qué o quiénes están detrás. Claro está que siempre el Partido controlaba férreamente esas organizaciones, por más aparentemente alejadas de lo político que estuvieran. Era la perversamente genial combinación entre una suerte de Compañía de Jesús anticristiana, ultrajerarquizada y eficacísima y la metodología de las «sociedades de pensamiento» de estirpe masónica, cuyos efectos fueron tan devastadores en la génesis de la Revolución Francesa.
Doctrinalmente, este modelo organizativo representaba la primacía absoluta de la política por sobre cualesquiera consideraciones, la mayor puesta en acto de la radical inmoralidad del marxismo al considerar que, más allá del avance de la Historia hacia la sociedad sin clases, no existe ningún otro baremo para la conducta humana. Así, pueden sacrificarse millones en aras de la utopía. Incluso el voluntarismo revolucionario de Lenín llega a corregir al materialismo histórico y dialéctico de Marx: si en las sociedades feudales todavía no existen las condiciones estructurales económicas para el tránsito al socialismo, aconsejaba el barbado antiprofeta de Tréveris, correspondía a los revolucionarios la colaboración con los partidos burgueses para derrocar el antiguo régimen y establecer una sociedad liberal capitalista. Las rigurosas leyes de la historia no conocían de saltos ni de sorpresas. Así, la revolución socialista vería la luz en las sociedades burguesas más complejas y desarrolladas como Gran Bretaña, Francia o Alemania. A países atrasados, como Rusia y China, solo les correspondería esperar su transformación en sociedades capitalistas y burguesas. Pero Lenin, en una audacia sin igual, «aceleró» a la historia y sus leyes, sin conocer límites de ninguna clase para la conquista del poder, de ahí su famosísima frase, casi un lema que lo define: «¡Fuera del poder, todo es ilusión!».
Por otro lado, la dictadura del proletariado, el otro gran aporte leninista, es una prolongación sine fine del supuestamente transitorio periodo del socialismo estatista, previo al comunismo, a la sociedad sin clases. Así, al inmoralismo político más extremo, se le unía la adoración al Estado, copado por una élite partidaria en torno a un líder literalmente todopoderoso, señor de vidas y haciendas, previamente estatizadas. No fue una sorpresa que esta doctrina acabase generado 100 millones de muertos en cien años, por lo menos, y una miseria y crueldad generalizadas en todos los planos de la existencia humana en los lugares que cayeron bajo su égida. El marxismo-leninismo no es más que la mayor idolatría del Poder Político que haya visto la historia de la humanidad y, por ende, la mayor de las inmoralidades posibles. Debajo de él, como su raíz, se encuentra clarísimamente el eritis sicut dii satánico, con su rostro bifronte de ateísmo y antropolatría.
Pero, ¿no desapareció la URSS en 1991? ¿No son ahora los partidos comunistas de estirpe bolchevique meros clubes de viejos nostálgicos o peñas de hippies, yunkies y otros jóvenes desadaptados? Por un lado, la licuefacción de las estructuras estatales y partidarias bolcheviques es un hecho; pero por otro, el modelo organizativo leninista –esa esencia de los errores de Rusia – permanece. Revolucionarios muy minoritarios, casi clandestinos en el ocultamiento de sus designios, y de preparación en la propaganda y la agitación bastante significativas, copan los organismos multilaterales y los ministerios en muchos lugares del mundo, incluso en países donde las tendencias izquierdistas son casi siempre derrotadas en las urnas. Mediante organismos aparentemente neutros, logran generar una resonancia en sus opiniones impensable de otra manera y que, poco a poco, va convirtiéndose en un nuevo «sentido común» ¿Y cuáles son los designios de esta neovanguardia leninista? Pues ir más allá de lo que quiso hacer el viejo comunismo, pues se han dado cuenta de las razones de su colapso. La cuestión ya no es tomar el poder político de manera directa o estatizar los medios de producción: ¡poco duró el socialismo soviético edificado sobre tales premisas! El objetivo ahora es estatizar aquellas realidades inmediatas, donde el hombre aprende, a veces de manera indeleble, las primeras nociones naturales de autoridad, propiedad y Dios. Es decir: estatizar hasta la misma fábrica de lo humano, la vida y la familia, y otorgarle al Estado la capacidad de poder decidir, sin tener en cuenta la tradición, la sociedad, la religión, la ciencia o incluso la razón natural misma, qué realidad humana es familia y quién es o no es persona.
Nada prepolítico importa ya: el Estado, controlado por élites ideologizadas, es ahora el único y último árbitro de lo humano. Así, podrá crear de uniones infecundas, efímeras y enfermizas “nuevos modelos familiares”, incluso sancionados por leyes ad hoc y convertidos en «confesionales», pues serán enseñados y defendidos en las escuelas y protegidos de toda crítica a través de legislaciones «antidiscrimación» persecutorias. Mientras tanto, el hombre, en sus primeras fases de desarrollo, sea en el claustro materno o sea en un laboratorio, o, ya mayor, si enfermo o anciano, podrá ser despojado legislativamente de su condición de persona, convirtiéndose en res nullius, a ser asesinada y descartada, de preferencia con recursos públicos. Una vez consumada esta estatización, no habrá ninguna resistencia moral o humana para la llegada de la mayor tiranía colectivista de la historia.
La actual vanguardia leninista ha sido particularmente exitosa: parece haber convertido a la Organización de las Naciones Unidas, a la Unión Europea y la Santa Sede en sus frentes de masas. El liberalismo en sus múltiples variantes, ancestro inconfesable del marxismo pero que pretendió durante la llamada Guerra Fría presentarse como su principal oponente, ha acabado convertido en su sicario y lacayo, que, en nombre de seudoderechos arbitrarios, impone la agenda neoleninista. Porque parece ser que, en nuestros días, todas las tendencias revolucionarias, antiguas y modernas, están confluyendo en un designio misterioso.
Un joven bibliotecario y poeta chino, hace exactamente 100 años, escribía lo siguiente: «Todos los fenómenos del mundo son simplemente un estadio del cambio permanente…El nacimiento de esto es necesariamente la muerte de aquello, y la muerte de aquello es necesariamente el nacimiento de esto, de manera que el nacimiento no es nacimiento y la muerte no es destrucción (…) En todos los países, las diversas nacionalidades han lanzado distintos tipos de revoluciones que purifican de manera periódica lo viejo, infundiéndole lo nuevo, representando todas ellas cambios enormes, que implican la vida y la muerte, la generación y la destrucción. La destrucción del universo también es así…Aguardo con impaciencia su disolución, porque de la destrucción del viejo universo nacerá uno nuevo y, ¿acaso no será mejor que el antiguo universo? Yo afirmo: lo conceptual es real, lo finito es infinito, los significados temporales son los significados intemporales, la imaginación es pensamiento, la forma es sustancia, yo soy el universo, la vida es muerte y la muerte es vida, el presente es el pasado y el futuro, el pasado y el futuro son el presente, lo pequeño es grande, el yang es el yin, arriba es abajo, lo sucio es limpio, lo masculino es femenino, y lo grueso es fino. En esencia todas las cosas son una sola, y el cambio es la permanencia. Soy la persona más eminente, y también la persona más indigna».[1]
Se trataba de Mao Tse Tung, fidelísimo discípulo de Lenin y el mayor asesino en masa de la historia, reproduciendo el viejo heraclitismo relativista negador del ser y panteísta, que estaría también detrás de la gnosis de todos los tiempos, pero con aire e intención dialéctica. No era más que la revelación de la permanente continuidad, al margen de las apariencias multiformes, de la doctrina de la Serpens Antiqua...
[1] El texto corresponde a 1917 y es recogido por S. Schram en la monumental compilación Mao’s Road to Power: Revolutionary Writings 1912-1949. Tomamos la cita de P. Short, Mao, Crítica, Barcelona, 2011, p. 92.
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