"La humanidad no encontrará la paz hasta que no vuelva con confianza a mi Misericordia" (Jesús a Sor Faustina)

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Luis Santamaría: “los que nos dedicamos a las sectas somos buenos... hasta que molestamos”.



Reproducimos a continuación un artículo que ha escrito Luis Santamaría del Río en torno al trabajo que muchas personas desarrollan para alertar sobre el fenómeno sectario y las consecuencias con las que se encuentran.

Sectas, verdad y mentira

Con ocasión del X aniversario de la fundación de la Red Iberoamericana de Estudio de las Sectas (RIES) y de su boletín InfoRIES, y en torno a la puesta en marcha de la Biblioteca-Centro de Documentación “José María Baamonde” en Zamora, he recibido toda clase de felicitaciones y agradecimientos, tanto a la RIES corporativamente como a mí personalmente. Se reconoce así una década de trabajo para informar, formar, prevenir y ayudar en torno al fenómeno sectario y de la nueva religiosidad.

Entonces, ¿dónde está el problema? Los que nos dedicamos a un tema tan complejo somos unos valientes, somos muy buenos… hasta que empezamos a molestar. ¿Cuáles son las molestias? Decir las cosas claras y por el bien de las personas. En los últimos tiempos he sido testigo indirecto y afectado directo en algunos casos en los que, cuando se alerta sobre el carácter sectario de una actividad o de un movimiento, o los riesgos que éstos pueden tener para los más débiles –estoy pensando en los enfermos, por ejemplo, y en otros colectivos vulnerables–, el que destapa el problema es a veces ignorado, cuando no descalificado o incluso amenazado.

Pero no quiero centrarme en los casos más recientes que me han afectado a mí. Conozco a varias personas que se dedican a esto desinteresadamente. A veces porque han vivido en carne propia o en su familia las consecuencias del fenómeno sectario. Otras veces porque sienten la responsabilidad de denunciar algo que clama al cielo, y no cuentan más que con el poco tiempo que pueden robar a sus ocupaciones y con las grandes posibilidades que ofrecen ahora las redes sociales de Internet en clave de activismo e información.

La historia se repite, una y otra vez. Siempre pasa lo mismo: les pasa a ellos y me pasa a mí. Primer paso: descubrir una convocatoria que presenta un riesgo de difusión de falsedades o de proselitismo engañoso. Segundo paso: reunir la información pertinente para alertar a los organismos implicados, sean públicos o privados. A partir de aquí, empieza el laberinto: unas veces nadie atiende al teléfono ni contesta al correo electrónico. O se pasan la pelota unos a otros. O se responde diciendo simplemente que la asociación que organiza la actividad es legal. O que llevan muchos años haciéndolo…

A veces queda la cosa ahí, y otras veces se da el efecto rebote: el que se ha tomado la molestia de informar y prevenir –a los que, si son una administración pública, tienen una importante responsabilidad que están abandonando– se ve acusado de difamación. Ejemplo real reciente: “hemos preguntado a los acusados y lo han negado todo. No son una secta ni nada parecido”. Imagino la conversación, propia de Les Luthiers, si no fuera porque dan ganas de llorar.

Incluso este trayecto surrealista puede ir más allá cuando el que ha alertado sobre el peligro es amenazado de denuncia, demanda, querella o lo que se quiera. Cuando esto se hace desde universidades, ayuntamientos, diputaciones u otros organismos que deben velar por el bien común y que se mantienen del erario público, el asunto adquiere dimensiones escandalosas. Y no digamos si pasa en instituciones de la Iglesia católica, especialmente empeñada en la felicidad de cada persona.

Cuando publicamos –y ahora me vuelvo a incluir– noticias o alertas sobre sectarismo, manipulación psicológica, abuso de la debilidad, pseudoterapias y otros muchos temas semejantes, no lanzamos alegremente acusaciones infundadas ni emprendemos cazas de brujas o nuevas inquisiciones –algo que a muchos les gusta airear, dada mi condición de cura–. Hablamos con conocimiento de causa. Con bibliotecas y archivos y años de trabajo detrás. Con el testimonio de personas heridas y familias rotas. Con informaciones y documentos que “los otros”, los del otro lado, siempre rebatirán y desmentirán.

“¿Has ido a escuchar las conferencias de las que alertabas? ¿Acusas sin saber lo que se ha dicho?”, le decían hace unos días a uno de estos denunciantes –que dejó de ser valiente y ejemplar cuando comenzó a ser molesto– desde una administración pública. Lo acusaban de falta de ética periodística por dar a conocer una sola versión. A lo que contestó que “los otros” ya tienen sus medios, sus redes, sus abogados, sus lobbies. En este caso esos “otros” son los que dicen que las enfermedades en el fondo no son más que trastornos de naturaleza emocional. Y que están llegando cada vez a más gente. Convenciendo a muchísima gente.

En una brillante tercera de ABC, la escritora Mercedes Monmany ha escrito que vivimos “en una época en que a la verdad y la mentira se las pone en una misma y ligera balanza, que es la hipnótica seducción de la mentira”. Señala que “una verdad, para ser defendida, razonada y argumentada, es siempre un trabajo pesado, costoso, a veces incluso tedioso y no siempre fácil y agradable”. Mientras que, por otro lado, la mentira, “libre de ataduras, desbocada, exhibida con total y despreocupado cinismo, sería mucho más rápidamente asimilable y desde luego seductora”.

Tiene razón la señora Monmany. Y no sólo en lo general del planteamiento o en lo particular del tema al que lo aplica –en concreto, a la política populista actual, tan en boga–. Sino también en el tema del que escribo: las sectas, o más bien los nuevos disfraces que emplea el sectarismo para seducir al ser humano de hoy. Los que aún intentamos, con esfuerzo, distinguir la verdad de la mentira, seguiremos poniendo luz en un lugar tan oscuro, en el que mucha gente sigue sufriendo sin que nadie le sirva de ayuda. Aunque nos llamen inquisidores. Aunque nos acusen de difamación. Aunque digan que vemos fantasmas donde no los hay. Aunque nos denuncien.

Y para terminar, no puedo olvidar un agradecimiento sincero y profundo a las instituciones y personas que sí nos hacen caso. A los que tienen la humildad de reconocer su error o su ignorancia y de solucionar un mal antes de que suceda. A los que no les importa desdecirse o pedir perdón, o cerrar la puerta de sus instalaciones y espacios a los que se aprovechan de las vulnerabilidades de los demás… que somos todos.

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