En 1883 la beata Sor María Serafina Micheli (1849-1911), fundadora del Instituto de las Hermanas de los Ángeles, pasaba por Eisleben, ciudad de Sajonia, lugar donde nació Lutero.
Ese día se celebraba el cuarto centenario del nacimiento del gran heresiarca (10 noviembre de 1483), que dividió a Europa y a la Iglesia, causando grandes guerras. Con motivo de la celebración las calles estaban adornadas y de los balcones colgaban banderas. Entre las autoridades presentes se esperaba, de un momento a otro, la llegada del emperador Guillermo I, que debía presidir las celebraciones.
La beata miraba el gran tumulto y agitación, pero no estaba interesada en saber por qué ocurría. Su interés era ir a una iglesia para orar y hacerle una visita a Jesús Sacramentado. Finalmente, halló una, pero las puertas estaban cerradas, pero se arrodilló en las escleras de acceso para hacer sus oraciones. Por la oscuridad, no advirtió que estaba arrodillada delante de un templo protestante. Mientras oraba, se apareció el Ángel de la Guarda y le dijo: “Levántate, porque esta es una iglesia protestante”. Y añadió: “Yo quiero que veas el lugar donde Martín Lutero está condenado y la pena que paga en castigo de su orgullo”.
Entonces tuvo la visión de un horrible abismo de fuego, en el cual eran atormentadas una innumerable cantidad de almas. En el fondo vio a un hombre, Martín Lutero, que se distinguía entre los demás condenados pues estaba rodeado de demonios que lo obligaban a estar de rodillas y todos (los demonios), armados de martillos, mientras se esforzaba en vano, le clavaban en la cabeza una gran clavo.
La monja meditaba que si las personas que participaban en la fiesta vieran esta escena dramática, ciertamente no rendirían honores, ni memoria, ni conmemoraciones ni celebraciones a tan funesto personaje.
Desde entonces, cuando se le presentaba la oportunidad, recordaba a sus hermanas de religión sobre el deber de vivir en la humildad y el abandono de sí. Estaba convencida firmemente que Martín Lutero estaba condenado en el infierno sobre todo por el primer pecado capital: LA SOBERBIA. El orgullo lo hizo caer en pecado mortal, y lo condujo a la rebelión abierta contra la Iglesia Católica. Su conducta, su posición para con la Iglesia y sus herejías fueron determinantes para engañar y conducir a muchas almas superficiales e incautas a la perdición eterna.
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