Por INFOVATICANA | 23 noviembre, 2019
Todos hemos asistido al fallecimiento de personas allegadas, y el guión suele ser siempre el mismo: murió en la cama de un hospital, inconsciente a causa de la medicación. No pudo recibir conscientemente el último adiós de sus seres queridos. Tras fallecer, el personal del hospital lo sacó de la habitación para “prepararlo”, es decir, para depositarlo en una cámara frigorífica en espera del momento de trasladarlo al tanatorio. De este modo, hurtó a sus deudos la presencia del cadáver y la posibilidad de acompañarlo. Una vez en el tanatorio, fue colocado en una urna, dentro de una pequeña habitación, anexa a la sala en la que se reúnen los familiares y amigos para manifestar sus condolencias. Pocas de esas personas entraron en la pequeña habitación donde esperaba el cadáver. Muchas menos todavía, si es que hubo alguna, pensaron en decir una pequeña oración al lado del difunto. Aunque alguna quisiera hacerlo, le hubiera sido imposible darle una última caricia, un último beso, algo que era práctica habitual – y consoladora para los que nos quedamos – no hace tanto tiempo, porque la urna se lo impediría. La pretendida asepsia, que es en realidad una asepsia ideológica, nos impide todo contacto con el cadáver, toda cercanía, toda compañía al mismo. Durante el velatorio, el difunto permaneció sólo en su aislamiento, visitado fugazmente por bien pocos, mientras la mayoría de los presentes pasaba ese tiempo en conversaciones intrascendentes tras haber presentado sus respetos a los más allegados.
Pensando en todo esto, me estremezco al considerar cómo hemos devaluado la muerte, cómo hemos pretendido desterrarla de nuestra realidad, deshumanizándola totalmente a base de asepsia y “racionalidad”. La muerte nos produce horror y huimos de ella como de una peste; tratamos de mantenerla lejos, de ignorarla, de disfrazarla, de camuflarla para no pensar en ella. Sin embargo, la muerte es parte de la vida, y una parte tan importante que vivimos para ese momento, porque en función de cómo hayamos vivido, sabremos afrontarlo de una manera u otra. Hemos renunciado a vivir pensando en la muerte, y por consiguiente a prepararnos para ella. No nos podemos preparar para algo en lo que no pensamos. Y en ello subyace el olvido total por parte del hombre de su dimensión trascendente, el olvido o el menosprecio.
Cuando el hombre era consciente de tener un alma inmortal que sobrevive a la caducidad del cuerpo, a la que espera una vida póstuma que puede ser terriblemente distinta en función de cómo haya vivido, entonces el hombre se preocupaba por la muerte e intentaba prepararse para afrontarla con dignidad, y ello se traducía en un modo de vivir orientado por una ley eterna plasmada en su conciencia. Desde que el hombre olvida eso, el respeto a la ley moral se quiebra y la muerte pasa a ser simple aniquilación, que debe apartarse del pensamiento.
Nadie puede ser obligado a aceptar y asumir esa dimensión trascendente y sus consecuencias, pero, para los que aún lo hacen, me gustaría reseñar la conveniencia –incluso la necesidad – de ciertas prácticas que el mundo ha desechado. En cualquier caso, me gustaría que, cuando me llegue el momento, mis familiares se rijan por estos criterios. He aquí, por tanto, los criterios para los que aún creen que el hombre tiene un alma que lo diferencia de los animales y lo hace hijo de Dios, por lo cual no desean ser tratados como animales en ocasión de su fallecimiento.
Todo comienza con la enfermedad
La enfermedad –la enfermedad grave, que puede tener la muerte como desenlace – es un momento crítico en la vida de un hombre, puesto que puede llevarlo a la desesperación y al odio, o convertirse, por el contrario, en ocasión de un gran crecimiento espiritual. Los familiares, por tanto, tienen la obligación de hacer lo posible para que suceda lo segundo y no lo primero. Mucho dependerá, evidentemente, de la preparación que el propio enfermo se haya dado a sí mismo para ese momento, y de su conciencia con relación a la muerte y a su destino post-mortem. En cualquier caso, la obligación de los familiares subsiste. Por ello deben tener en cuenta los siguientes aspectos:
La unción de los enfermos
Existe en la Iglesia un sacramento muy mal comprendido y muy poco utilizado, que es la “unción de los enfermos”. La unción de los enfermos no es sólo la “extrema-unción”, aquella que se produce ante la inminencia del fallecimiento o incluso a veces tras el mismo, la cual, como su nombre indica, es sólo la opción última y extrema del sacramento, y aun así, qué pocas veces es requerido el sacerdote para este menester. La unción ha sido establecida para su aplicación en los primeros estadios de la enfermedad, una vez se tiene constancia de su gravedad. El sacramento puede producir un doble efecto: por una parte, puede tener poder curativo, y en ausencia del mismo, conforta espiritualmente al enfermo y le da fuerza para afrontar su situación con valentía y amor, alejando el odio y la desesperación y acercando el alma a su fuente divina. Causará extrañeza mi mención al poder curativo del sacramento, y se dirá que los milagros ya no ocurren. Los milagros, en contra de esa opinión, ocurren cada día en mucha mayor medida de lo que pensamos, y si no ocurren en mayor medida es porque falta la fe, que es su condición indispensable. No podemos pretender milagros sin nuestro aporte de fe en la Misericordia divina. ¿Tenemos esa fe?
“La unción de los enfermos da al enfermo una gracia especial del Espíritu Santo, con la cual es ayudado en su salud, confortado por la confianza en Dios, robustecido para que pueda soportar sus males con fortaleza, consigue la salud del cuerpo si conviene para su salvación y recibe el perdón de los pecados” (de la Pastoral de la Salud).
La unción, administrada con fe, es, por tanto, la primera medida cuando se constata la gravedad de una enfermedad, o incluso ante una intervención quirúrgica grave.
La oración por el enfermo
La administración del sacramento no excusa a los familiares y amigos de la obligación de rezar regularmente por el enfermo, pues la oración tiene gran importancia para su evolución espiritual, y puede tenerla incluso para la evolución, desarrollo y desenlace de la enfermedad. Es necesario pedir a Dios que se cumpla en el enfermo su voluntad: si la voluntad de Dios contempla la curación, las oraciones y la fe puesta en ellas pueden lograr incluso esa curación, pero volvemos a la necesidad ineludible de una gran fe en la potencia y en la misericordia de Dios. Pero si la voluntad de Dios no contempla la curación –y Dios sabe siempre qué es lo mejor para cada uno, y no necesariamente lo mejor es lo que nosotros consideramos así –, le pedimos a Dios que conforte y fortalezca al enfermo para hacer de su padecimiento expiación y depuración de sus imperfecciones, de modo que su espíritu crezca en esa tesitura lo que tal vez no haya crecido en toda su vida anterior.
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En la oración, no se debe pedir la curación de modo exclusivo, sino que se haga en el enfermo la voluntad de Dios, sea ésta cual sea. El pensamiento de Dios no es el del hombre, y Dios piensa siempre en función del mayor bien para el espíritu. A veces el mayor bien para el espíritu no coincide con el mayor bien para el cuerpo, y eso nosotros no lo podemos saber. Por eso es importante aceptar la voluntad de Dios y rezar por que se cumpla.
La atención espiritual y sacramental
Es sumamente importante para el enfermo poder mantener durante su enfermedad una vida sacramental regular, y ser atendido espiritualmente por un sacerdote. Si su situación no le permite la asistencia a la iglesia, es necesario ir a buscar al sacerdote para que atienda las necesidades espirituales del enfermo en su domicilio. Es obligación de todo sacerdote esta asistencia a los enfermos, y era práctica habitual hasta que el decaimiento de la fe ha hecho que pocos sean los enfermos o familiares de enfermos que lo soliciten, sin advertir la necesidad que tiene el espíritu de ser alimentado sacramentalmente en toda circunstancia, y mucho más en la enfermedad, para no decaer o para crecer si ha decaído.
La enfermedad es ocasión para el enfermo de reflexionar, alejado de las necesidades y los condicionantes mundanos, sólo ante Dios y ante su destino, y la reflexión que se produce cuando el mundo ha dejado de tener para nosotros la importancia que tenía, cuando ha dejado de condicionarnos, puede conducir al espíritu a metas muy elevadas, por lo que es necesario hacer lo posible para facilitar esa reflexión serena creando las condiciones que la favorezcan.
Ante la muerte
Cuando vemos próximo este desenlace, es importante tener en cuenta lo siguiente:
La muerte consciente en el propio domicilio
En la medida en que sea posible, es importante procurar que la muerte se produzca en el propio domicilio, con el enfermo tan consciente como pueda estarlo y rodeado de sus seres queridos. La muerte no es un acontecimiento instantáneo, sino un proceso de separación entre el alma y el cuerpo, tal como nos revelan los santos. Durante ese proceso, especialmente si el que muere no se ha preparado adecuadamente para ello durante la vida, o no ha sabido aprovechar con este propósito el periodo de su enfermedad, el alma puede verse sometida al terror y la desesperación, tanto antes como después de la muerte clínica, tanto si el moribundo está consciente como si no lo está. El Mal hará su último intento para arrebatar esa alma, y se servirá para ello de tales medios: terror y desesperación. La proximidad de los seres queridos, sus muestras de amor, sus oraciones, su serenidad, ayudan al alma, incluso después de la muerte clínica, a asumir positivamente el tránsito, y el tiempo de que se dispone en el propio domicilio para velar por el moribundo, sin las interrupciones impuestas por esa “asepsia” hospitalaria, permite que esa intimidad entre las almas de los familiares y la del difunto se prolongue cuanto sea necesario para llegar a un buen fin.
Durante ese tiempo de intimidad entre las almas, es necesaria, por un lado, la oración, y por otro, las muestras de afecto hacia el moribundo, tanto si está consciente como si no lo está, tanto antes como después de la muerte clínica, excluyendo totalmente la histeria y las muestras de exagerado desconsuelo.
Respecto a la oración, nuestras abuelas y bisabuelas solían rezar el rosario durante toda la noche alrededor del moribundo o del ya difunto, y esa es una práctica sumamente recomendable. Es necesario recuperar el uso del rosario en toda ocasión, y especialmente en ocasión de un fallecimiento. De acuerdo con las revelaciones a santa Faustina Kowalska, está particularmente recomendado en este caso el rezo de la llamada coronilla de la Divina Misericordia, que proporciona grandes beneficios espirituales tanto al moribundo como a los que lo rezan.
La extrema-unción
Aunque el enfermo haya recibido en su momento la unción de los enfermos, es conveniente, ante la inminencia del desenlace, renovar la administración del sacramento en su forma extrema, incluso si el enfermo ha perdido la conciencia.
En el tanatorio
Si el fallecimiento no ha podido producirse en el domicilio, es necesario tener en cuenta todo lo anterior y aplicarlo en la mayor medida en que sea posible hacerlo, dadas las circunstancias. Será conveniente, por tanto:
Aprovechar el tiempo en que el moribundo se encuentra todavía en la habitación del hospital, rodeado de sus familiares, para –en la medida de lo posible – hacer lo que haríamos si estuviera en casa.
Tener en cuenta todo lo anterior para aplicarlo durante la estancia en el tanatorio: rodear al difunto en vez de dejarlo solo; rezar en su presencia, hablarle… En definitiva, prestarle la atención debida en vez de perder el tiempo en conversaciones inútiles, prescindiendo de la consideración que los demás puedan manifestar al respecto. Tenemos demasiado “respeto humano” por la opinión de los demás, y muchas veces dejamos de hacer lo necesario en función de ese falso respeto. Quien ignora lo que conviene al difunto no puede condicionar nuestra actuación con relación a quien hemos amado y amamos.
La disposición del cadáver
La tradición cristiana considera conveniente la inhumación del cadáver, puesto que ella manifiesta simbólicamente nuestra esperanza en la resurrección de la carne en el último día, tal como afirmamos en el Credo, muchas veces sin ser conscientes del alcance de nuestra afirmación. La costumbre de la cremación no forma parte de la tradición cristiana, pero, si se opta por esta solución siendo creyente, es necesario que la misma no ponga en cuestión la fe sincera en esa resurrección final. Y las cenizas deben ser depositadas en el cementerio, no esparcidas en cualquier lugar, como marca la nueva moda pagana.
Tras la muerte
Nuestra obligación con el difunto no concluye tras el funeral. El alma puede tener culpas que expiar y es nuestra responsabilidad como cristianos hacer lo necesario para que tal expiación finalice cuanto antes, recurriendo a las gracias derivadas de la comunión de los santos, por medio de la cual las oraciones y sacrificios de los vivos pueden abreviar la expiación de los difuntos, del mismo modo que las oraciones de los difuntos pueden llevar las almas de los vivos al camino de la rectificación y expiación de sus culpas.
El medio más poderoso para esa finalidad es el ofrecimiento de la Santa Misa con tal propósito, tantas veces como sea posible. Ello no excluye, sino que exige complementariamente, la oración regular por nuestros difuntos sin límite de tiempo. Se reza por los difuntos durante toda la vida, del mismo modo que se puede y se debe rezar por los vivos constantemente. En la eternidad no hay tiempo, no hay antes ni después; todo es simultaneidad, y el poder de la oración transciende el tiempo.
Estos son los criterios que un cristiano debe considerar ante la muerte, y son los que pido y espero que mis familiares pongan en práctica llegado el momento. Que Dios nos ayude.
P. Abelló
por INFOVATICANA.
(https://infovaticana.com/2019/11/23/ante-la-muerte/?fbclid=IwAR3y9ycYeyC669qCW-gH_XQGC9xWn1ZtQoyEw3Sz-MwQlX0wPKZldySDh0Y)
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