Silvestre Manuel Hernández*10
Joseph Ferraro, México, UAM-Iztapalapa, 2009, 156 pp.
Tanto el quehacer político como el religioso parten de una concepción del bien o deber para la sociedad. Esta idea no se restringe al espacio público y privado de la acción de los individuos, también concierne a la orientación y construcción de la subjetividad. Este objetivo ha tomado distintos nombres en la cultura occidental, en una y otra disciplina, y se ha valido de éste o aquel medio (material o simbólico). Y, dentro de los sistemas de control forjados en la modernidad y los siglos posteriores que han hecho suyo tal principio, se puede hablar de capitalismo-liberalismo/Iglesia católica romana/socialismo-comunismo. En este esquema, las "justificaciones" del hacer social de cada instancia dependen del interés ideológico, material, de los fines que se persigan y del poder que se detente y ejerza. Por ello, no es de extrañar que a partir del segundo tercio del siglo XX se hayan presentado discusiones y luchas entre los extremos y el centro del trinomio por el control y dominio de los estratos social, político, económico y cultural.
Ahora bien, a partir de los supuestos y referentes que del quehacer político se exaltan y arguyen en el imaginario colectivo, tanto en su aspecto teórico como en el descriptivo, sostengo lo siguiente, fundado en la deducción que el acaecer histórico permite: la religión, en cuanto cúpula de poder dentro de un Estado, no sólo atañe a la "interioridad del individuo", sino a la relación del pensamiento con la realidad práctica de la cual se puede obtener cierto beneficio. De acuerdo con ello, constituye un fenómeno que pasa por la conciencia y expresa una representación del mundo, es decir, manifiesta una directriz de las estructuras que norman la conducta del hombre. De hecho, si se quiere tener una representación científica de la religión, habrá de elaborarse un diagrama racional de la representación de la sociedad en sus variantes primarias, política y economía, para ver de qué forma influye en los lineamientos de comportamiento de los seres humanos en su esfera personal y colectiva.
En el precedente entramado ideológico-político-económico-religioso, se inscribe el libro de Joseph Ferraro, La lucha de la Iglesia contra el comunismo.1 En él, el autor toma parte de las líneas del primer párrafo del Manifiesto del Partido Comunista, de Carlos Marx y Federico Engels, para contextualizar sus hipótesis. El discurso original sentencia: "Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes" (Marx, 1983: 51).2
Ferraro subraya la fuerza de la Iglesia católica representada por el Papa, pues, según él, en 1846 Pío IX, en su encíclica Quipluribus, condenó a la doctrina comunista. Esta misma orientación siguió León XIII, quien en 1891 calificó al socialismo de "un cáncer que pretendía destruir los fundamentos mismos de la sociedad moderna" (p. 12); Pío XI hizo lo propio en 1937, al afirmar que el fin del comunismo es destruir la religión y la civilización; por su parte, Juan XXIII trazó los lineamientos del Concilio Vaticano II (1962-1965) (Wilde, 2007: 2-4), y pronunció el discurso inaugural, titulado "El principal objetivo del Concilio", el 11 de octubre de 1962, con miras a la supervivencia de la Iglesia y la contención del comunismo.3 Tras la muerte de este pontífice, ocurrida el 3 de junio de 1963, tomó su lugar Pablo VI, quien continuó las líneas rectoras de su predecesor y las expuso en su encíclica Ecclesiam suam, el 6 de agosto de 1964. En ella pidió que la Iglesia tomara conciencia de sí y de su importancia "para la salvación de la sociedad humana". En suma, los dos últimos discursos fueron relevantes por su anhelo de paz; pero, afirma Ferraro: "No era una paz neutral de los dos bloques ideológicos existentes en el mundo de sus días; la paz deseada, y para la cual trabajaba la Iglesia, era una paz orientada al rescate y a la reforma del capitalismo, y la eliminación del comunismo" (p. 95).
Al respecto, el Concilio se enfocó en la necesidad de una renovación espiritual por parte de los fieles, en la urgencia de que los laicos se dieran cuenta de sus obligaciones sociales, se preocuparan por los pobres, asumieran un compromiso político para cambiar las estructuras que hacían injusta la vida, que difundieran la doctrina social de la Iglesia, pues la finalidad del Vaticano II era conseguir la paz y la justicia, lo que incluía cambios litúrgicos y el movimiento ecuménico. Pero todo esto, en el fondo, sostiene Ferraro, estuvo encaminado a contrarrestar los adelantos socialistas. Por esta razón la doctrina social católica no condenaba al capitalismo, sino los abusos cometidos por la clase capitalista: "Se trataba de una doctrina de justicia social frente al comunismo en la que tanto el trabajo como el capital tenían derecho a participar en los beneficios; de tal forma se mantenía intacta la existencia de las relaciones productivas capitalistas y se proveía al capitalismo de una legitimación ética" (p. 13).
Antes de seguir con la exégesis pontificia en contra del comunismo, de León XIII, hasta la significación del Concilio Vaticano II, como se plantea en la obra en estudio, quiero fijar la atención en la génesis y el resultado del Concilio Vaticano I, para tener un continuum y cierta teleología de la Iglesia católica en los terrenos de la vida pública.4
La idea de un Concilio Vaticano nace en Pío IX el 6 de diciembre de 1864, durante la asamblea de la congregación de ritos. En esa ocasión el Papa interrumpió los trabajos, hizo salir a los funcionarios y se quedó con los cardenales, ante quienes expuso:
Le estaba dando vueltas a una idea relativa al bien de toda la Iglesia y era la de convocar a un concilio universal para con este medio extraordinario acudir a las necesidades también extraordinarias del pueblo cristiano. [Pues] existía la convicción de que la boga de opiniones contrarias a la doctrina de la Santa Sede y la situación de zozobra de la Iglesia hacían necesario el empleo del medio más extremado, pues la condenación de los errores contemporáneos por el Papa no era bastante (Ranke, 1988: 601).
Entre los preparativos de este Concilio estuvieron las sesiones de marzo de 1865, mayo de 1866 y julio de 1867. Estas reuniones previas, desde el punto de vista del Estado, tenían el supuesto de que "si se convoca a un concilio universal era con la intención de consagrar de nuevo las doctrinas y los intereses del papado y de condenar las doctrinas contrarias, por muy extendidas que estuviesen" (Ranke, 1988: 603). Además, a Pío IX le urgía el Concilio por dos motivos: a) la presión del poder civil de anexar el "Estado de la Iglesia" (Roma) a la Unidad Nacional (años después se conocería como Unificación Italiana, 1870), y b) el antagonismo con el rey de Italia, Francisco II (1836-1894), rey de las Dos Sicilias. Finalmente, el 8 de diciembre de 1869 se inauguró el Concilio Vaticano I en la basílica de San Pedro. Mas:
Los propósitos del Papa, que sólo pensaba en una consolidación del poder máximo en el sentido tradicional, se enfrentaban a las ideas de toda una serie de obispos y también de laicos, espiritualmente interesados, que esperaban una transformación del poder eclesiástico en un sentido que correspondiera a las exigencias del siglo (Ranke, 1988: 605).
Los trabajos se extendieron hasta el 18 de julio de 1870, cuando se aprobó la infalibilidad del Papa, con una votación de 533 a favor y dos non placet. Esto significó el reconocimiento de una autoridad apoyada en la acción divina, lo que contrastaba con los altercados político-sociales del mundo de aquella época, necesitado de un guía, de un poder conciliador de los intereses nacionales, estatales y grupales.5
Con sustento en lo anterior, y de vuelta con la argumentación de Joseph Ferraro, las "condenas" de la Iglesia hacia el comunismo inician con León XIII, quien sube al trono de San Pedro en 1875. Una vez ahí se enfrenta al mundo del capitalismo, donde el trabajador necesita del capitalista, y éste de alguien que venda su fuerza física: el obrero. El rechazo hacia el comunismo se ubica en 1891, con la encíclica Rerum novarum (define el concepto de justicia, coadyuva a la doctrina social de la Iglesia), donde León XIII encara "el prurito revolucionario que agita a los pueblos" y arguye que "cuando los socialistas, soslayando por completo la providencia de los padres, hacen intervenir a los poderes públicos, obran contra la justicia natural y destruyen la organización familiar" (p. 19). Lo importante, históricamente, y sin tomar partido de uno u otro lado, es ver cómo se introduce el comunismo en la "conciencia epocal" y de qué forma cambia la manera de hacer política y de ejercer la libertad de creencias de los sujetos,6 así como las trabas u obstáculos que la institución política más antigua de la modernidad, la Iglesia, pone para conservar sus privilegios.
Desde un enfoque formal, la tesis de La lucha de la Iglesia contra el comunismo es que el Concilio Vaticano II realmente no fue un concilio religioso, sino un congreso político que dictó cambios en su estructura para impartir el credo con fines ideológicos: los de conservar y fortalecer la existencia del capitalismo durante una época en crisis.7 Así, la renovación espiritual estuvo presente en el mensaje de apertura a todos los hombres (Ad omnes homines), de los padres conciliares, el 11 de septiembre de 1962; ahí Juan XXIII habló de los compromisos con la paz, la justicia, la renovación espiritual y la preocupación por el estado de los pobres. Su discurso se orientó a hacer la doctrina social católica más eficaz, más acorde con las necesidades y exigencias del sistema político predominante. En síntesis, los objetivos del Vaticano II pretextaban la fe y buena voluntad en su proceder, pero el interés encubierto era acrecentar su poder temporal, nada trascendente a lo económico y político.
El eje rector que sostiene la proposición del libro de Ferraro está en el develamiento de la raíz de las preocupaciones papales, llámense renovación cristiana de la sociedad, difusión de la doctrina del bien común, jerarquía católica abocada a los pobres, apostolado laico, concordia entre los católicos, ecumenismo, libertad religiosa, unidad en la diversidad, desasosiego por la paz y la justicia, lucha contra el ateísmo o cambio litúrgico. Ahí, afirma Ferraro, con el conocimiento crítico de fuentes directas, y a pesar del matiz humanitario y esperanzador que pudieran tener las consignas, subyacen en esencia objetivos políticos.
La contraparte de la tesis e hipótesis intuidas está en la conclusión a la que llega el autor:
Para el cristiano debe ser evidente que la transformación del orden temporal debe realizarse no para salvar al capitalismo durante una época de relativa crisis del sistema, sino para que los hombres y mujeres puedan relacionarse mejor con Dios. Dios en un fin, pero los teólogos del Concilio lo convirtieron en un medio; querían quedar bien con la sociedad burguesa para tenerla como aliada en contra del comunismo (p. 154).
Por consiguiente, la Iglesia se fue adaptando a la cultura moderna, principalmente en aquellos sectores que implicaban una ganancia. Como ejemplo se puede aludir a la inclusión de la autonomía de lo terreno, la libertad de conciencia y de pensamiento, el espíritu democrático, la subjetividad del ser humano, el uso del diálogo para llegar al consenso y el respeto al pluralismo, dentro de los postulados del Concilio. Esto, más allá de idealizaciones, significó el esfuerzo de la Iglesia por entender su lugar y misión en el mundo, pero, también, es el destello prolongado de una transformación pertinente con los capitales en pugna.
El pontificado de León XIII fue notorio por su acercamiento a la modernidad. Para él, la doctrina social de la Iglesia no era contraria al capitalismo, sino que se oponía a los abusos del "sistema". De ahí que se definiera la justicia de tal modo que las relaciones productivas capitalistas sigan operando y se consideren como parte del orden de Dios. En concordancia, la construcción de la paz deriva de tal noción, y, ya sea desde un punto de vista marxista o capitalista, la paz no es una categoría neutra, sino algo moldeable de acuerdo con las convicciones o prejuicios partidistas.
Ferraro señala que León XIII condenó el socialismo, pero no el capitalismo; sin embargo, censuró la avaricia de los potentados particulares en cuanto causa de sufrimiento, pobreza y desesperación en los proletarios. El autor enfatiza que su doctrina fue antisocialista y defensora de las relaciones productivas capitalistas, por tener éstas un origen divino. Además:
León XIII consideró que la Iglesia, en aquella época, tenía como parte de su misión combatir el comunismo; vio la íntima conexión entre la injusticia, la perturbación del orden social y el crecimiento del socialismo, y propuso la práctica de la justicia como medio para lograr la paz social y vencerlo (p. 24).
En el caso de Pío XI, el capitalismo no es condenable por sí mismo ni vicioso por naturaleza, sino violador del "recto orden" sólo cuando abusa de los obreros y de la clase proletaria. Empero, considera la propiedad privada (bienes sociales de producción) como un derecho natural, según la encíclica Quadragesimo anno, de 1931.
Mientras, en Divini redemptoris, de 1937, exhorta a los sacerdotes a ir al obrero, a los necesitados, como mandan las enseñanzas de Jesús, pero la enmienda no es humanitaria y desinteresada del todo. Ferraro se apoya en una sentencia de esa encíclica y hace saber que tal actitud respondió a que dicho sector social era el más expuesto a las maniobras de los agitadores que explotan la mísera situación de los menesterosos para encender en su alma la envidia contra los ricos y excitarlos a tomar por la fuerza lo que, según ellos, la fortuna les ha negado injustamente. "Pero si el sacerdote no va al obrero y al necesitado para prevenirlo o para desengañarlo de todo prejuicio y de toda teoría falsa, ese obrero y ese necesitado llegarán a ser presa fácil de los apóstoles del comunismo" (p. 42).
Entre tanto, la renovación espiritual era impostergable para hacer una doctrina social católica "más justa", para que los ricos practicaran la equidad con sus obreros, para que éstos no se convirtieran en revolucionarios y para que los laicos tomaran su responsabilidad en el apostolado social. Sin embargo, bajo este papado se promulgaron cuatro documentos con matices que obstaculizaban el comunismo: el Decreto sobre el ecumenismo, el Decreto sobre las Iglesias orientales católicas, la Declaración de las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, y la Constitución sobre la sagrada liturgia.
Sumado a esto, la jerarquía católica impulsó una serie de cambios donde todos los hombres -sobre todo los cristianos- se unieran en un "escuadrón en contra del enemigo común". Para ello, el Concilio recalcó la importancia de la diversidad dentro de la unidad prevaleciente en el seno de la Iglesia. Además, propuso la posibilidad de la conservación de ritos, costumbres, tradiciones espirituales, etcétera, no sólo de los protestantes y ortodoxos, sino de las religiones no cristianas al convertirse cualquiera de éstas a la fe católica. Y, una vez satisfechas las posibles demandas, guiarlos en contra del comunismo.
Por esta razón, las modificaciones en la liturgia sobrepasaron la "practicidad del mensaje" y se perfilaron hacia la esfera sociopolítica. El reformismo posconciliar intraeclesial no fue algo netamente religioso, sino una estratagema cargada de ideología procapitalismo. Hechos desacreditados por Ferraro; así como las posturas papales relativas al derecho de propiedad, la comunidad de bienes, la concepción de la libertad, la enajenación del trabajo en unas cuantas manos y la organización familiar, pues le parecen puntos estratégicos del encausamiento de la subjetividad.
Para terminar, Ferraro hace suya la opinión de Rubén Dri respecto de que "con las encíclicas sociales la iglesia católica comienza la aceptación del sistema capitalista, al que se había opuesto desde posiciones feudalistas" (p. 141). Pero es más severo en su apreciación, pues para él no sólo se da el consentimiento de este modelo político-económico, sino que las encíclicas sociales se vuelven su justificación ética. Este proceso culmina en el Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia "se pone al servicio" de ese sistema, en busca de un aggiornamento y una alianza, para salvarlo del comunismo en las convulsas décadas sesenta y setenta del siglo XX.
En sentido estricto, la significación del Concilio Vaticano II estuvo en que la Iglesia se transformó en una defensora de los derechos humanos, se empeñó en las cosas de este mundo e inició un movimiento ecuménico. Factores, entre otros, que no impiden a Ferraro reconocer lo positivo que ha surgido de tal obra, como la preocupación por los pobres y la búsqueda de una sociedad más justa. Pero también remarca lo negativo, como el hecho de que los teólogos que se apoderaron del Concilio II: Yves Congar, Karl Rahner, Hans Küng y Joseph Ratzinger, entre otros, hayan empleado la religión con fines contrarios a su espíritu: la volvieron un instrumento político para defender y servir a un orden socioeconómico determinado, el capitalismo.
Sobre la argumentación de Ferraro, me interesa exponer lo siguiente:
1. No precisa en qué hubiera beneficiado la no intervención ideológica de la Iglesia en la práctica del comunismo y en la conciencia del individuo respecto de la pertinencia o no de un cambio en el status quo. Pues, más allá de las dos citas de Carlos Marx: "Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo" y "la religión es el opio de la sociedad"; no hay un desglose básico de los fundamentos teóricos del comunismo vinculados al contexto que se vive en cada periodo pontificio y social, ni entra en detalle sobre la posibilidad de llevarlo a escena en sociedades distintas a los regímenes burocrático-demagógico-represores de países de la Europa del Este o de América Latina, mencionados en el texto más de forma relacional que a partir de un estudio puntual de la tesis concebida.
Debido al uso reiterado en este libro del término ideología, pero en ningún lugar definido, conviene puntualizar su acepción marxista; es decir, Ferraro lo utiliza desde la intencionalidad de las acciones y discursos cuya tarea es normar el comportamiento de los sujetos. Así, la crítica del autor tiene que ver con la dependencia de las creencias religiosas, filosóficas, políticas y morales hacia las relaciones de producción y trabajo, consustanciales a cualquier etapa económica de la historia.8
2. El individualismo, criticado en varios sentidos, es necesario para el desarrollo del capitalismo, pues en él se da la idea de "libertad de elección", aunque en el fondo sólo crea los mecanismos e instancias para controlar las acciones humanas y propiciar los espacios donde el sujeto "puede elegir", ejercer su libertad, de acuerdo con los intereses velados de tal sistema. La Iglesia, en la directriz proyectada por Ferraro, sería su aliado, en el aspecto de divulgar una moralidad conformista y prometedora de una recompensa o "cambio" de la "naturaleza del hombre" en otro ámbito de la existencia.
El comunismo, desde luego, se opone a esto, haciendo ver a las personas su condición existenciaria material, independiente de formulaciones post mórtem. Su fundamento es la re-evolución del sujeto en su entorno, construido y transformable a partir de una toma de conciencia de su estar-en-el-mundo y de una acción política.
Ahora bien, tanto en la doctrina de la Iglesia, a través de los papas y sus encíclicas, como en el capitalismo y el comunismo, se encuentran concepciones de "reconciliación", "paz", "armonía", "bienestar y fines compartidos". Lo importante, en cuanto al análisis discursivo que sustenta dichos términos, es develar los intereses ocultos desde los cuales se enuncian, y la finalidad que cada instancia organizativa comporta.
3. El autor no se ocupa de la relación entre el discurso y la práctica, tan propio del comunismo. No ejemplifica ni aborda las consecuencias reales habidas al "frenar" el comunismo y apoyar al capitalismo por parte de la Iglesia; al menos como "hipótesis", pues los hechos mostraron lo contrario a la perorata comunista.9 Su enfoque se queda en una interpretación sesgada, reflejo más de su inclinación política que de la proposición de tesis arraigadas en otros niveles del quehacer sociológico y político, desde los cuales se puede criticar los excesos y desvíos doctrinales de la Iglesia católica.
En este tenor, hay una interrogante sustancial que se le escapa a Joseph Ferraro en La lucha de la Iglesia contra el comunismo: ¿cuál es la experiencia humana que está en juego, tanto en las consignas de la Iglesia como en los preceptos cardinales del comunismo? Desde luego, esto trasciende la descripción que guía el libro, pero, en esencia, hubiera dado un valor extra al mero recuento "histórico-binarista": posturas papales vs. defensa del comunismo.
Bibliografía
Althusser, Louis 1990 Ideología y aparatos ideológicos de Estado, México, Ediciones Quinto Sol. [ Links ]
Ferraro, Joseph 1992 Teología de la liberación: ¿revolucionaria o reformista?, México, UAM-Iztapalapa/Ediciones Quinto Sol. [ Links ]
---------- 2000 Religión y política, México, UAM-Iztapalapa. [ Links ]
Furet, François 1995 El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, México, FCE. [ Links ]
Mardones, José María 2005 "Sociología del hecho religioso", en Manuel Fraijó, ed., Filosofía de la religión. Estudios y textos, Madrid, Trotta, pp. 133-155. [ Links ]
Marx, Carlos y Federico Engels 1983 Manifiesto del Partido Comunista, México, Editores Mexicanos Unidos. [ Links ]
Ranke, Leopold von 1988 Historia de los papas, México, FCE. [ Links ]
Wilde, Melissa J. 2007 Vatican II. A sociological analysis of religious change, Nueva Jersey, Princeton University Press. [ Links ]
Notas
1 En este trabajo se extienden y reafirman ideas ya planteadas en Teología de la liberación, obra de este mismo autor. Concretamente en los capítulos 5. "La importancia ideológica del Vaticano II: las finalidades temporales del Concilio"; 6. "La orientación política de los cambios religiosos del Vaticano II"; 7. "La significación del Vaticano II según los teólogos de la liberación" (Ferraro, 1992: 39-62). Asimismo, parte de estas nociones son vertidas en "El mensaje socio-económico de Juan Pablo II para América Latina" (Ferraro, 2000: 133-136).
2 La paráfrasis se encuentra en el "Prefacio" de la obra de Ferraro que se reseña (p. 11).
3 La exposición de Ferraro, aun sin que él lo señale, tiene de trasfondo el comunismo de raíz marxista-leninista. No se olvide que Vladimir Ilich Lenin le imprimió al marxismo un carácter moral. Sin embargo, el protagonismo del teórico ruso no sólo se constreñía al gobierno, la economía, la ciencia, la literatura y las artes, sino a todo lo que tuviera que ver con "el progreso humano", según sus dogmas. De esto se derivó la intolerancia hacia otras ideas y el fanatismo de sus principios. Pero lo propio de este binomio fue suponer que el comunismo tenía la convicción de que la sociedad capitalista, y sus instituciones políticas liberales, eran por naturaleza inestables y contenían la semilla de su propia disolución.
4 Téngase en cuenta que la religión, en este caso la católico-romana representada por el Papa, así como el comunismo, buscarán un sentido al hacer inmediato del hombre, después del desencantamiento del mundo en las primeras décadas del siglo XX y tras las secuelas de la segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el sentido, en una y otra esfera, oculta intereses materiales e ideológicos, traslucidos en discursos y acciones.
5 José María Mardones, al comentar las apreciaciones del hecho religioso en el siglo XIX, resalta los juicios marxistas: "La religión conduce a una visión distorsionada de la realidad y, lo que es peor, a una vida poco racional y humana [...] porque proporciona, en su visión tergiversada, ideológica, de la realidad, un consuelo vano, que sirve para mantener la organización social, política y económica explotadora y opresora". Por ello, debe ser combatida mediante la crítica racional para desenmascararla en cuanto a ideología; es necesario desvelar sus condiciones sociopolíticas y económicas sobre las que se sustenta. "Porque la religión no vive de las proyecciones de la conciencia en un más allá ahistórico, sino de la refracción de la sociedad concreta, de su proceso vital" (Mardones, 2005: 135). Empero, Marx propugna por la transformación de las condiciones sociales para superar esa circunstancia, pues la religión depende de las condiciones del mundo económico-social existente.
6 Recuérdese que en el comunismo la personalidad humana está subordinada a la sociedad. Por su parte, los engranajes sociales están subsumidos a las relaciones de producción y de trabajo que posibilitan las expresiones del individuo: política, economía, religión, moral, etcétera. En este tenor, la lucha de clases será permanente mientras se viva en un sistema capitalista; de éste se deberá dar el paso hacia el comunismo, donde no habrá detentadores del capital ni clases sociales, según se postulaba.
7 De forma prospectiva, para la Iglesia, la amenaza comunista no sólo era una realidad para Europa y Asia, sino también para América Latina. Por ello, no se puede interpretar lo hecho por el Concilio y la Iglesia en Latinoamérica en un vacío histórico. Tanto la obra del Vaticano II como la de Medellín, Puebla y, en apariencia, la de varios teólogos de la liberación se dirige en contra de la penetración comunista en el mundo y, por tanto, se trata de teologías políticas, es decir, ideológicas, y de una doctrina reformista que busca la consolidación del capitalismo en el área. Véase Ferraro, 1992: 10-15, 57-71; 2009: 145.
8 En la década de los setenta del siglo pasado, Louis Althusser dio su propia versión, aseverando que: "la ideología religiosa se dirige precisamente a los individuos para transformarlos en sujetos". Los interpela desde su autoridad para despojarlos de su libertad y dejarles la aceptación de su sojuzgamiento, pues: "el individuo es interpelado como sujeto (libre) para que se someta libremente a las órdenes del Sujeto, por lo tanto para que acepte libremente su sujeción, por lo tanto para que 'cumpla solo' los gestos y actos de sujeción. No hay sujetos sino por y para su sujeción". Esto es necesario, de acuerdo con Althusser, para que la reproducción de las relaciones de producción sea asegurada cada día en la "conciencia", en el comportamiento de los individuos que ocupan los distintos espacios de la sociedad. Véase Althusser, 1990: 73-79.
9 Utilizo esta sustantivación convencido de que hay una diferencia innegable entre la historia objetiva y la idealización o mitificación de un proyecto político: el comunismo, que, en sus entrañas, llevó la dosis que "cancelaría una ilusión". Así, entre el devenir socialista y capitalista, la privación de Dios y el arrinconamiento en el túnel del destino, las esperanzas individuales y colectivas no rebasaron el horizonte de la decepción, y el ser humano se transmutó en la tangente del "sentido de la historia". El desencanto hacia el quehacer político se agigantó: "el fin del comunismo le hace regresar [al hombre], por el contrario, al interior de la antinomia fundamental de la democracia burguesa. La idea de otra sociedad se ha vuelto algo imposible de pensar y, por lo demás, nadie ofrece sobre este tema, en el mundo de hoy, ni siquiera el esbozo de un concepto nuevo. De modo que henos aquí, condenados a vivir en el mundo en que vivimos" (Furet, 1995: 570-571).
10* Investigador en Ciencias Sociales y Humanidades, UAM-I. Publicaciones en el área de filosofía, literatura, sociología y teoría literaria en revistas nacionales de investigación especializada; así como en Cuadernos sobre Vico, Universidad de Sevilla, España; Revista de Filosofía, Universidad del Zulia, Maracaibo, Venezuela; Bajo Palabra. Revista de Filosofía, Universidad Autónoma de Madrid, España. E-mail: silmanhermor@hotmail.com
(http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1870-23332010000200008)
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