Exposición
magistral de Monseñor Brunero Gherardini: “El grave error de Karl Rahner”
Cualquier
intento de análisis crítico de la inmensa producción filosófica de Karl Rahner,
debe comenzar desde su “anfang”, desde su “begining”, desde su “punto di
partenza”, y es el idealismo trascendental kantiano y hegeliano, basado en el “olvido
del Ser” que Martin Heidegger lanzó impiadosamente contra toda la
tradición occidental. Éste es el punto de partida sobre el cual Rahner apoya la
base de su concepción de Dios y del mundo, confundiendo los conceptos de
naturaleza y gracia.
Ésta
es la CONFUSIÓN de Karl Rahner entre naturaleza y gracia.
Es
una confusión de valores metafísicos y teológicos que mistifican
irreparablemente el sano dualismo del Aquinate, cuya primera víctima es la
razón humana, despojada de su capacidad de abordar la Verdad, descubriendo el
Ser y de aislar el Acto de ser (esse ut actus); despojada también de su
natural apertura a la trascendencia, que es sustituida por el denominado
“sobrenatural existencial”. Junto a la razón, es también víctima la
trascendencia en sí misma, en su donarse como revelación del misterio divino, como
Encarnación del Verbo, como proyecto de salvación en su cumplimiento, es decir,
como gracia. La razón y la fe naufragan de tal manera en el maremágnum del
inmanentismo kantiano, hegeliano, heideggeriano y junto a ellos naufraga lo que
debería ser el “contributo” original, de teólogo novedoso al servicio de la
verdad y de la fe, el naufragio de Rahner, la “svolta antropológica”, herida
mortalmente por parte de un intrépido Cornelio Fabro. (13.40)
Es
el naufragio de su auto-encapsulamiento inmanentístico, en una posición
teorética, es decir, que asumiendo al hombre a medida absoluta del ser,
renuncia -aun cuando habla de Dios y de su ser- metodológicamente a la
metafísica; es el naufragio del pensador, antes que del teólogo, que abre
una brecha a la invasión del neomodernismo con el ariete del nihilismo, al
cual, aun involuntariamente, aborda. Subrayamos lo de “involuntario”, porque no
juzgamos la intención; quienes han conocido a Rahner lo recuerdan como hombre
de fe, de oración, y nos alegramos por eso, pero no estamos de acuerdo con este
influyente proceso dañino que, si no se corrige, es irreparable, para la sana
teología, la fe y el intelecto.
Regresamos
al punto de partida: Kant, Hegel, Heidegger: lo que interesa es el aporte
cualitativo (razón especulativa, los límites de la sola razón, el historicismo
hegeliano, existencialismo heideggeriano) del cual depende Rahner, ya que es
cualitativamente tributario; no importa cuánto; importa que este es su punto de
partida y depende de este punto de partida.
Puedo
dar un ejemplo (16.48). Para Kant -cito literalmente-, “a la razón especulativa
no le cuesta nada hacer desaparecer sin el más mínimo obstáculo la premisa
metafísica en base al hecho de que el ser es la posición de una cosa en sí
misma y no el predicado real, (el ser es) el concepto de
una cosa que pueda añadirse a otra”; Kant está todo
aquí, (el ser, N. del R.) no está en la cosa; (el ser está) en el concepto, en
el tentativo, en su capacidad de conocer la cosa, no en la
cosa (el ser no está en la cosa). El deshacerse de la metafísica no cuesta
nada, lo dice él (Kant).
El
autor de la religión en sus límites puramente racionales (Kant) puso a Dios en
el hombre y con Dios, en el hombre, el origen mismo del bien y del mal. Después
de Kant, el golpe decisivo contra la razón especulativa confundiendo Dios y las
cosas de Dios en pura y simple antropología fue obra de una “nouvelle vague”
teológica de la cual Karl Rahner fue, en tiempos a nosotros cercanos, exponente
de primer orden.
Pasemos
a Hegel. En él, la razón kantiana es espíritu, es historia, es identificación
del ser en el pensamiento, en la dialéctica de su devenir, y en la indudable
derivación hegeliana, resuena, siempre a través de la influencia heideggeriana,
en casi toda la “nouvelle vague” teológica y Rahner no hace excepción, sino que
la confirma, allí donde el jesuita define “genuina” solo “la teología abierta a
toda la interpretación profana que el hombre posee en una determinada época.
Con esta interpretación profana dialoga, la asimila, se deja fecundar en el
lenguaje, en la cosa misma”, y así el “anfang” (comienzo, N. del R.), está bien
individuado, ahora debemos ver bien adónde nos lleva.
A
través de esto llegamos al punto de llegada, a su posición de llegada, la
relación de naturaleza y gracia, un debate antiguo ya desde hace siglos, que
había tomado fuerza en el pontificado de Pío XII, atravesó las aulas
conciliares y no se aplacó, al menos aparentemente, sino bajo el pontificado
wojtiliano. Pero el aplacarse vino luego de desencajar todas las contrapartes
de la distinción real entre naturaleza y gracia, que se habían deshecho
realmente.
Desde
el siglo XIII, “natural” y “sobrenatural” se definen según las definiciones del
Aquinate. Esto tuvo oposición de inaudita virulencia en el siglo XVIII a partir
de Bayo, quien declaró que la gracia es “el cumplimiento más apropiado de la
naturaleza humana”; entonces, si es el “cumplimiento más apropiado de la
naturaleza humana”, es un elemento “debido” a la naturaleza misma; es “natural”
y no “sobrenatural” o, si es “sobrenatural”, es tal, en cuanto “naturalizada”,
inserta constitutivamente en la naturaleza creada.
Cuatro
siglos después, un protestante, Rudolf Bultmann, repropuso casi lo mismo,
sosteniendo que aun Cristo, en el orden creatural, no habría tenido nada de más
que los otros hombres y que en el orden de la Redención hace comprender mejor,
a la luz de Dios, la propia creaturalidad. Lo que nosotros llamamos
“sobrenatural”, es decir, no debido a la naturaleza humana, es en cambio
elemento constitutivo de la misma, que perfecciona a la naturaleza humana y sin
el cual la naturaleza humana no sería perfecta. Es un elemento debido,
exigitivo, constitutivo. Bultmann, además, se encontró, en el lado católico,
con quienes defendían, con mayor o menor coincidencia las mismas ideas:
Marechal, Lubac, Metz, Rahner (25.43).
Un
lector no muy preparado podría engañarse por expresiones de Rahner en donde
habla de “gracia”, “trascendente”, de “auto-comunicación de Dios al hombre” y
en donde reconoce que “todo es gracia” -alguno recordará el romance de Bernanós
en donde dice que “todo es gracia”-, y así es, pero si no se hacen las debidas
distinciones, sobrevienen las confusiones.
De
entre los autores indicados, particularmente Rahner, la distinción de los dos
órdenes, es una distinción puramente lógica, para ellos y para él todo está ya
en el orden de la naturaleza, todo; es decir, parece hacer eco a Martin
Heidegger que, considerando al hombre determinado solamente por su
existencialidad, define existencial a todo el componente humano, de todo orden
y nivel, todo siendo medido y determinado por el tiempo del hombre. Hay algunos
conceptos rahnerianos que muestran una indudable semejanza con algunas premisas
heideggerianas como redención y creación, dos realidades diversas pero
inescindibles, 1959, la declarada diversidad de dos planes sería, en la línea
de la más pura tradición católica, pero no en la explicación, que es contradictoria,
que asume creación y redención como realidades adecuadamente distintas, de las
cuales sin embargo, la una es, literalmente, el momento interno y esencial de
la otra y si es así -el momento interno y esencial de la otra-, cae toda forma
de distinción real adecuada y así estamos solamente de frente a una distinción
solamente lógica, con la consecuencia que la realidad de la creación aun como
hecho natural, lo dice Rahner, pertenece a la redención. Y si pertenece a la
redención, ¿dónde está la distinción? Esto se deduce de sus ensayos de
antropología sobre lo sobrenatural, una serie de escritos de textos rahnerianos
dedicados totalmente a la relación entre naturaleza y gracia. Rahner retoma un
tema apreciado por él ya desde sus primeras obras: Dios, revelando
su Logos, revela la íntima esencia del hombre (31.04); de tal
modo, Rahner pretende, como él lo dice, superar el extrinsecismo formal y
abstracto de la gracia, reprochado por él a toda la teología clásica,
sustituyéndolo por una relación entre el Creador y la creatura que el Creador
mismo puso, no ya en una mutación accidental de la existencia identificable en
aquel aliquid super aditum de la teología escolástica -la
gracia- en “sentido extrínseco”, como él dice, sino identificable en el don de
la gracia misma como elemento del ser esta creatura, esta creatura humana, el
individuo humano. La consecuencia es que en la ratio mentis rahneriana,
la “radical apertura ontológica a la gracia” -lo que él llama “vocación al
orden sobrenatural”-, su redención, su salvación, constituyen lo que él llama
un “existencial sobrenatural”: une los dos conceptos, “existencia” y
“sobrenatural”, hace de los dos un solo concepto único, y el resultante es la
fusión que constituye la esencia “natural” del hombre. Es decir, la existencia
en cuanto tal, su misma creaturalidad, toda por sí misma coordinada, con
aquello que la trasciende, eficazmente, nativamente, orientada a un
trascenderse que forma parte de su misma naturaleza y que en concreto se
especifica como gracia, dicha “santificante”, solo en cuanto pone al pecador en
relación con aquello que lo trasciende. O dicha también “gracia” en cuanto
visión beatífica solo en cuanto corona la vocación natural versus la relación
existencial con Dios.
Entre
los escritos dedicados por Rahner a esta “antropología sobrenatural”, figuran
algunos que confirman la continuidad con Heidegger; en una obra, entre las más
devastadoras, del genuino pensamiento católico, un émulo de Rahner, Jans Küng,
da esta confirmación de este resbalar rahneriano hacia un iluminismo hegeliano
y de existencialismo heideggeriano. Haciendo homenaje a lo que él llama
“vigorosa apertura modernista” de Rahner, lo explica enlazándolo con el
espíritu insigne que aletea sobre el fondo de este abismo,
el espíritu de Hegel, y de Heidegger, lo cual es la confirmación de lo que
hemos dicho hasta ahora (35.40).
Encuentro
contradictorio en Rahner el “sí”, al menos declaratorio, a la “potentia obedentialis”,
a la que define “existencial sobrenatural”. Para mí, este “existencial
sobrenatural” es absolutamente contradictorio respecto al concepto tomasiano de
“potencia obedencial”. Nos encontramos siempre frente a la cuestión de la
distinción real, adecuada, entre los dos órdenes; si no se parte y si no se
arriba a esta distinción, desgraciadamente, nos privamos de los instrumentos
lógicos a través de los cuales decimos un “sí” o un “no” a Karl Rahner y a su
escuela.
Una
distinción real, adecuada, del orden creatural y del orden redentivo, es
afirmada, también de Rahner, una vez afirmado el existencial sobrenatural pero
como “ordenación íntima de la naturaleza
humana a la gracia”, -este afirmación, reconocimiento, real, adecuada, de la
distinción real entre natural y sobrenatural, comienza a ser fascinante-,
porque se habla de una “ordenación natural a la gracia”, es algo que ya está en
la naturaleza, es algo debido a la naturaleza, algo que presenta a la gracia
como elemento debido a la naturaleza que perfecciona a la naturaleza, en su
realidad de naturaleza, no aliquid super habitum (38.09), porque solo en cuanto
es “super habitum” es gracia, en cuanto es “exigitive e constitutive” en el
concepto de naturaleza creada. Rahner, a estas cosas, no las dice en un solo
renglón; he aquí el porqué hemos tenido el deber de decir que es esencial un pensamiento
del género traducido en teología.
Una
vez afirmado el existencial sobrenatural como ordenación íntima de la
naturaleza humana a la gracia se hace de la gracia un constitutivo esencial de
la naturaleza creada, en el constitutivo esencial de la misma, se introduce el
Dios del amor personal que se dona a sí mismo y que constituye el punto de
apoyo del hombre en su realidad concreta (39.17). Estas palabras tienen un
significado lógico hasta su último desarrollo, estamos frente a Hegel, que
reconoce en el hombre lo que entendemos por Dios y que unifica el concepto de
Dios y del hombre (39.35).
Es
preceptivo que Rahner se obstine a llamar real e indebita/ilícita la capacidad
del hombre para Dios -estas son palabras suyas-; más allá de las palabras, está
el significado, si esto es para el hombre concreto, no hay contorsión
dialéctica que pueda compellire/obligar a la capacidad para Dios, que pueda
obligar al existencial sobrenatural un sentido distinto para lo que se entiende
cuando se dice natural y constitutivo formal de la naturaleza humana. Todo está
mezclado, es un popurrí de gracia y naturaleza.
Y
ahora veamos el epílogo, luego de haber visto el viaje desde el punto de
partida hasta el punto de llegada. Es un epílogo “envenenado”. Es “veneno”,
para el sano pensar y para el sano hacer teología. Un epílogo que sobre todo
con la denominada tesis del “cristiano anónimo” se refugia en el indiferentismo
y en lo que el Papa actual (Benedicto XVI) ha llamado “tiranía del
relativismo”, perdiendo el contacto con la fuente revelada, a la cual se hace
referencia. La trayectoria recorrida tiene un procedimiento dialéctico que, en
el acto mismo de hacer referencia a la fuente revelada, trae consecuencias
aberrantes en las que no se salva nada, porque todo depende de aquel “anfang”
que es contaminado y contaminante: Kant, Hegel, Heidegger. Hace referencia a la
fuente revelada, pero es decepcionante, más allá de las intenciones, porque
engaña cuando dice estas cosas. Si el cristianismo anónimo es la síntesis, el
trascendentalismo es la matriz de derivación idealista revisada y corregida en clave
existencialista. Esta palabra, “trascendentalismo”, no debe hacer caer en
engaño; es verdad que es cercana a “trascendente”, cuando nosotros decimos
“trascendente”, sabemos qué es lo que decimos, es un acto de fe cuando digo
“trascendente”; el “trascendentalismo” es otra cosa y no un acto de fe, por eso
no nos debemos engañar con este “parentesco” entre estas palabras. Es evidente
que “trascendentalismo” desciende de “trascendente”, pero no hay relación entre
uno y otro. Cuando digo “trascendente”, me refiero a Aquel que, en el absoluto
original de su Ser Es su mismo Ser -Ipsum Esse Subsistens-, cualitativamente
Otro, por el cual se Auto-dona y permanece cualitativamente Otro, más allá del
mundo por Él creado y providencialmente mantenido en su ordenamiento creatural.
Permanece siempre y de todas formas separado, incluso hasta en el don de Sí,
porque en el don no cambian las naturalezas: una es la (naturaleza) del hombre,
otra la (naturaleza) de Dios.
Ahora,
el trascendentalismo rahneriano, aun y a pesar de este parentesco con
“trascendente”, está totalmente fuera de la órbita del trascendente y fuera
también del acto de fe con el cual yo rebajo mi cerviz de frente al Dios todo
Santo y Omnipotente que ha creado el cielo y la tierra y ha redimido al hombre
de su pecado y de esta confesión de fe, en el trascendentalismo, no hay
nada, ¿y porqué no hay nada?, porque no hay, en esta palabra, más que
un vago parentesco con lo que entendía Kant cuando hablaba de estas cosas. El
trascendentalismo rahneriano está fuera no solo de la relación con el
trascendente, sino también con la órbita escolástica, que llama
“trascendentales” a los atributos predicables de todo ser -acto de ser, esse ut
actus-: bueno, uno, verdadero; no es esto lo que interesa a Rahner; no son las
categorías aristotélicas las que provocan su pensamiento y reflexión. El
trascendentalismo del cual él (Rahner) habla, se enlaza a la tradición kantiana,
para la cual “trascendental” es la “crítica” -es el Machiavelo que nos hace
entender todo-; trascendental es la crítica, es decir, el estudio, no de
los objetos, sino del modo de conocerlos mediante principios a priori -y
el problema está todo aquí-, principios que no se deducen de la experiencia
sino que se aplican solo a los datos de esta experiencia, como el tiempo, el
espacio. Un trascendentalismo de este modo, aun concibiendo lo que él llama
“existencial sobrenatural” no es apertura al trascendente. ¿Por qué no es
apertura al trascendente? Porque une lo que él llama trascendente con
inmanente; diseña una trama confusa, torcida, de ontología, de idealismo y de
existencialismo; relativiza los conceptos dogmáticos, favorece una “mística
gnóstica”, tanto más dudosa y equívoca; elimina peligrosamente los confines
entre naturaleza y gracia; suprime la trascendencia divina para reducirla al
horizonte de la auto-trascendencia humana; concibe al hombre como tensión hacia
Dios haciendo incomprensible el sentido del pecado y de la redención;
relativiza la ley moral y natural reduciendo idealísticamente el ideal moral a
una pura y simple experiencia trascendental atemática preconceptual, es decir,
común a todas las religiones, cristianismo incluido; en fin reduce
substancialmente lo sobrenatural al trascendental, insertando en el
cristianismo una innatural tendencia panteística y transformando el
cristianismo en una visión gnóstica.
Esto
es lo que se puede concluir: no parte Rahner del dogma, de la Revelación, no de
la historia de la espiritualidad cristiana tal como ha evolucionado en los
siglos, por la cual Dios sí se ha encarnado, pero permanece siempre el Otro, el
Absolutamente Otro, el Cualtitativamente e Infinitamente Otro, sino que parte
de un popurrí en el que mezcla naturaleza y gracia; Rahner se mueve a su gusto
y placer en un esquema existencialista por el cual el existir es solo apertura
a Dios, del mismo modo que Dios es apertura al hombre. Todo esto se dice
abusivamente como “gracia”, “redención”, “salvación”, y decimos “abusivamente”
porque en la historia del pensamiento cristiano católico, “gracia”,
“redención”, “salvación”, poseen un contenido bastante diferente. Un
esquema tal depende de una mentalidad idealística evidente en la misma
explicación de lo que él llama “apertura a Dios”, es decir, en el espíritu que,
saliendo de sí, se pone en la historia, para hacerse historia y sintetizarse en
la historia y esto es Hegel. Hay que tomar en seria consideración la
declamada apertura de Dios al hombre. Hago un paréntesis: si me pongo delante
de Dios como hombre de fe, pero como hombre, podría llegar a este exceso, pero
quién lo ha hecho hacer de abrirse al hombre; Dios, siendo el Ser en cuanto
tal, ¿qué tiene que ver esta “apertura natural de Dios al hombre? O es una
gracia, por lo tanto, una decisión de su libre voluntad o si no es una
estupidez enorme (52.59); entonces, es una estupidez enorme, por no decir una
blasfemia. La apertura de Dios al hombre la llama “gracia”, para todo hombre,
que lo sepa o no lo sepa, que lo crea o no lo crea, así consigue una
fundamental hermandad humana que hace iguales a todos, en la misma condición;
todos, no solo en la culpa, sino sobre todo en la gracia, en la apertura de
Dios al hombre y en la condición del hombre radicalmente abierto a Dios por la
razón es que Dios es abierto al hombre y así se deriva la presencia en todo ser
humano de una pre-conceptual, atemática, “opción por Dios”: pre-conceptual,
atemática, porque por fuera del conocimiento reflectivo -aquí está explicada la
tesis del cristianismo anónimo-, elaborada para poner al cristianismo en
relación con las otras religiones, no cristianas, más que con el ateísmo mismo.
El resultado del cristiano anónimo es idéntico, sea que provenga del fin del ateísmo,
sea que provenga de las religiones no cristianas. De una o de otra parte, es
siempre el mismo hombre; en cuanto este mismo hombre es una apertura divina, es
un cristiano anónimo. Esta es una elaboración que tiende exclusivamente a
representar la fe como una posible forma de interpretación religiosa de la
existencia humana, tal vez superior a otras (formas), pero siempre y
exclusivamente una interpretación religiosa de la existencia humana. De tal
interpretación deriva una tal pertenencia a la Iglesia; no una pertenencia
ascendente, que partiendo del ser bautizados en la plena profesión de la fe
cristiana, en el reconocimiento del gobierno visible de la Iglesia, se llega la
comunión de vida en la Eucaristía y en los otros sacramentos, que finaliza en
la santidad, sino que es esa pertenencia que llamaremos “descendente” que se
coagula en un cristianismo que es precisamente anónimo, debido al hecho de que
el hombre, ya en cuanto hombre, se dirige hacia la salvación -aunque no se sabe
“salvación” de qué cosa, porque no se dice nunca de qué “cosa” se salva el
hombre; se dice que se “salva” algunas veces, pero casi como una broma; no se
dice nunca “de las consecuencias letales del pecado original”; nunca se dice “salvación”
en este sentido, se dice “salvación” y punto y nada más-; el hombre, en cuanto
hombre, es portador de valores salvíficos que concluyen con la salvación final
y es cristiano anónimo propiamente por esto. Rahner, a decir verdad, no
pretende unir este modo anónimo e implícito -todos, lo sepan o no lo sepan, son
cristianos anónimos y así se salvan, con una contribución personal de salvación
subjetiva a la salvación objetiva obrada por Cristo, pero esto no tiene sentido
en una teología verdaderamente racional y bien fundamentada-; sin embargo, Rahner
no pretende unir de este modo anónimo de relacionarse al cristianismo mediante
una relación unida al mismo ser hombre, porque eso le quitaría, al instante, la
cualidad de gracia, y une sin embargo al hombre al cristianismo, sobre la base
de su capacidad de recibir y acoger -son sus palabras- la nueva beneficencia de
Dios de su nueva revelación.
Ahora,
discúlpenme, pero si incluso se retirasen estas palabras, ninguno podrá jamás
concederles plausibilidad lógica y mucho menos teológica; estas palabras
demuestran que el mismo Rahner era consciente del peligro de una naturalización
de la gracia y que para afrontar este peligro confiaba su cristianismo anónimo
-he aquí sus palabras- “a la ilimitada apertura del hombre hacia Dios y de Dios
hacia el hombre”: una tautología evidente y con ella, un verdadero sin sentido,
además de grosero “error theologicus”, y decimos así para no decir “herejía”,
pero el error está todo ahí. El error, que desciende desde sus premisas idealistas
y existenciales, de las cuales, en su discurso teológico, se da curso al
ostracismo a la función fundante de la prueba bíblica y de la prueba
magisterial. A un análogo ostracismo los condena él (Rahner, N. del T.), los
grandes maestros del pasado, sobre todo los escolásticos, aun cuando se los
cita, como a Santo Tomás de Aquino, ya que se los cita incorrectamente; se los
analiza en la incorrección; (es válida, N. del T.) la propia y solo la propia
interpretación. La suya es una revisión-corrección comandada por el desprecio;
la consecuencia es que el efecto tiene el sabor del veneno.