FUENTE: Varios medios
De la noche a la mañana la región de La Rioja (España) se convirtió en la comuna hippie más grande de España. Cerca de doscientas personas de diversas edades, incluidos niños, acamparon en el valle del Portilla con el único objetivo de celebrar un rito de comunión con la naturaleza. Dicho y hecho: terminado el ciclo lunar, el pasado 11 de junio los miembros de la Familia Arcoíris abandonaron su campamento improvisado, según relata NueveCuatroUno.
Entre sus normas, una muy clara: «prohibido prohibir». La experiencia de sus reuniones pasa por una convivencia comunitaria en un entono sencillo y en comunión con la naturaleza. Nada de líderes y toda actividad en pro del bien común. Leído así no suena peligroso ni perjudicial para nadie, pero claro, cuando ya le metes desnudos, sexo libre, poca higiene, viagras y fogatas sagradas, la cosa cambia. El asentamiento de la ‘Familia Arcoíris’ no ha respetado las medidas de seguridad sanitarias en un contexto de pandemia y, además, ha incurrido en otros incumplimientos de la normativa al acampar y encender fuegos en terreno forestal.
En un principio, el Gobierno de La Rioja, en boca de su consejera y portavoz Sara Alba, destacó que adoptarían «todas las medidas que haya que tomar, incluido el desalojo», pero con el paso de los días, la propia Alba lo descartaba al requerirse una denuncia previa de los titulares del terreno y un aval judicial, algo que no se produjo ni se ha producido.
Asimismo, el Ejecutivo confirmó que en todo momento «se está llevando a cabo una actuación coordinada con la Consejería de Sostenibilidad, la Delegación del Gobierno, los agentes forestales y la Guardia Civil. Precisamente estos últimos levantaron horas antes de la despedida 76 denuncias a los organizadores y participantes del movimiento internacional por «incumplimientos flagrantes» de la Ley (acampada libre en todos los montes de utilidad pública de La Rioja y la realización de fuego y alegación de datos falsos o inexactos en los procesos de identificación).
Un mes en el que La Rioja ha sido protagonista en todos los medios de comunicación por «acoger» a unos inquilinos temporales que representan la unión de los colores de la humanidad, las razas y las religiones en un círculo de Luz y Paz. Todos hermanos e hijos de la Madre Tierra que, según los vecinos de las 7 Villas, «han dejado el espacio tal y como se lo encontraron».
La crónica de un periodista “infiltrado”
Con el título “Mi noche con la Familia Arcoíris en La Rioja: siete horas de canciones y sexo libre sin miedo a la Covid”, El Español ha publicado el pasado 9 de junio, unos días antes de la finalización de la acampada, una crónica personal firmada por Luis Casal. La reproducimos a continuación.
En realidad es lunes, pero a nadie le importa. La luna dicta el calendario mucho más que el almanaque, y las ataduras de la sociedad están más que superadas. Estamos en el valle, en familia, y aquí no existen las obligaciones, las agendas ni las prisas. “Tan sólo vive, hermano”, susurra una voz en mi oído. “¡Ahó!”, le respondo en lakota, como me acaban de enseñar, dando a entender que sí, que tiene razón, que así sea. Y recibo un abrazo.
Llegamos a ser unos 180 en total, aunque ahora quedamos menos. Unos 100, pero no todos a la vez. Matu y Rumi han ido al pueblo a por suministros, Chris y los polacos andan por el monte buscando leña y Sven acampa en la entrada, recibiendo en grupo a los nuevos curiosos, gente que viene buscando aquello que cuentan los periódicos: una acampada hippie en La Rioja donde se mantiene sexo salvaje sin descanso. De momento, tendré que quedarme por la noche para averiguarlo.
Por lo pronto, mis nuevos hermanos y yo estamos tirados al sol, mirando al cielo. Compartimos tabaco, vivencias y canciones, y damos gracias a la Madre Tierra. Uno se enciende un porro, el otro dice que pasa, uno a lo lejos dice que ahó y se abre sitio. Viene acompañado. En menos de un minuto somos veinte personas, tres guitarras, un acordeón y varias percusiones. Al siguiente ya estamos en pie, cantando y bailando el Hare Krishna.
Me han introducido rápido en la Familia Arcoíris, un campamento hippie improvisado en el término municipal de Mansilla de la Sierra, en medio del valle de Portilla (La Rioja). En realidad, han encontrado el lugar perfecto para no ser molestados: un paraje natural inaccesible para los coches y a más de cuatro horas de caminata del pueblo. Yo llegué por la mañana, y ya soy parte de la familia. Al menos por un día.
A fin de ser sinceros, no sabía lo que me iba a encontrar. Mi única guía desde Mansilla hasta el campamento era un mapa hecho con rotuladores, así que aparqué a un lado de la carretera principal y me puse a andar el primer tramo: una pista forestal repleta de coches y furgonetas. Ninguno con matrícula española, para poder evitar las multas de la Guardia Civil. Hippies, pero no tontos.
Pasó lo que era evidente y me perdí. El mapa no era especialmente claro con respecto a qué senderos tomar, sobre todo al final, y en una bifurcación cogí el que no era y acabé en medio de la espesura. Tras más de una hora dando tumbos, decido volver sobre mis pasos y abandonar este sinsentido. Entonces me cruzo con dos caminantes: Josephine y Sven.
Desde el momento en que los veo sé que no son dos campistas cualesquiera. Lo confirmo cuando se acercan y, sin mediar palabra, me encuentro atrapado en un abrazo a tres bandas. “No te preocupes, hermano perdido, ahora todo está bien”, y me guían por el camino correcto. “Cuando dudes, sigue el arcoíris”, y me enseña un monolito coloreado en el sendero.
Ella, inglesa, peina canas y no deja de sonreír; le faltan la mitad de los dientes y camina con los brazos hacia arriba. “Para sentir la naturaleza”, me dirá después. Él, alemán, lleva el pelo enmarañado, los pantalones remendados y una varilla con la que hace malabares. Entre ambos suman más de 20 años yendo a todos los Rainbow que pueden, pero el que más les apetece es el que se celebrará el año que viene en Colorado, por el 50 aniversario del primero.
De ahí parte todo. Desde hace medio siglo, sus “hermanos mayores” decidieron aislarse entre montañas, sin agua corriente ni electricidad, para recrear su propia versión del paraíso con lo que la Tierra les ofreciera. Desde entonces, lo repiten cada año en una parte del mundo según el calendario lunar. Este verano ha tocado España, y aquí seguimos.
Así, caminamos juntos cerca de dos horas, entre risas y anécdotas de sus vidas nómadas. A medida que nos acercamos a nuestro destino, cada vez nos cruzamos con más gente: desde un grupo de jóvenes despistados que esperaban encontrarse un botellón al aire libre hasta una mujer que abandonaba la acampada después de tres semanas en el asentamiento. Al verme, me abraza sonriente. “Te quiero mucho”, me dice antes de despedirse. Parece que hemos llegado.
Hace falta sólo un vistazo para darse cuenta. Son los nietos de Woodstock de 1969, pero cambiando las coronas de flores por las rastas y el pacifismo idealista por el amor a la Pachamama. Siguen creyendo en el equilibrio, en no caer en las garras del dinero y en llevar una vida al margen de las urbes y el consumismo. La mayoría de los que repite Rainbow, de entre 30 y 60 años, lo consigue. Los jóvenes, más curiosos que implicados, no suelen volver.
“Prefiero no estar atada a un trabajo ni a un sitio donde vivir”, arranca Luna, una italiana de 32 años que empezó a identificarse con los valores del Rainbow a raíz de su madre, que esta vez no ha podido acompañarla. En este contexto, hasta me planteo si su nombre será real. “Me gusta viajar, y recorro el mundo aprendiendo y viviendo con lo que puedo. Me identifico con lo que hacemos aquí: arreglar el mundo con paz, amor y libertad”.
A efectos de quien acaba de llegar, las primeras lecciones son sencillas. Nada más entrar al campamento, una tienda con toldo azul cobija a una decena de hippies. Todos me abrazan uno por uno, y el que parece el más avispado, un chico rubio que viene de Polonia, me da las claves de la convivencia: respeta a la naturaleza, aprende de los demás y participa en lo que puedas. Otras prohibiciones: el alcohol, la carne, el azúcar y las drogas duras. Ah, y nada de tecnología.
Cojo el móvil, lo meto en la mochila y la dejo en un tipi –vivienda que imita las tiendas de los indios norteamericanos–; llevo otro oculto en el zapato, que es con el que he sacado todas las fotos. Lo siento, hermanos. Me cambio de ropa y me lanzo a conocer a la familia: uno por uno, cada cual se presenta brevemente, me da la bienvenida y, claro, la acompaña de un abrazo. A ojo, cuento algo más de 100 personas, pero pronto descubro que muchos están en sus tiendas, de camino de hacer la compra o en medio del monte buscando leña.
Pristi y Mauro son de los primeros que me cruzo, desnudos frente a su lona. Entre ellos hablan en perfecto español, pero con el resto prefieren el inglés. Al preguntarles de dónde son, la respuesta no se hace esperar: “De las estrellas, ¿de dónde si no?”, responde ella, sonriente. Y vuelven a la tienda a hacer sus cosas. El proceso se repite con otras parejas, muchas de ellas extranjeras.
Como la suya, hay cerca de 30 toldos y lonas para los asistentes, además de varios tipis con hogueras dentro para los inconscientes que, como servidor, no han traído más que un saco que dormir y varias mudas. Acabaré durmiendo con otros nueve o diez hermanos y hermanas dentro de la tienda india, al calor del fuego, pero para eso aún faltan algunas horas. En realidad, sólo hay dos zonas comunes. La primera es una carpa cubierta que sirve a la vez de cocina, foro, sala de conciertos y almacén. Es, a todos los efectos, el punto de reunión de esta familia de ermitaños modernos. Allí conozco a la mayoría, en los preparativos de la cena.
La segunda y más importante es el círculo central, un surco de piedras con una gran hoguera que sirve tanto de punto de reunión comunal como de corazón físico y espiritual del grupo. Dentro: el fuego sagrado, una llama que se enciende el primer día y tiene que mantenerse hasta el último del ciclo lunar, un mes después. A su alrededor se reúne todo el grupo en las ocasiones importantes, desde las asambleas hasta las comidas, siempre vegetarianas.
Al círculo sólo se puede acceder descalzo, por respeto a la Madre Tierra. Una vez dentro, las reglas cambian: si hay que hablar en asamblea, se ceden los unos a los otros un bastón de la palabra y el resto calla; si están de celebración, se cogen de las manos, rezan a la Pachamama y empiezan la fiesta con mantras e instrumentos. En total, siete horas de música sin parar de bailar y cantar alrededor de las llamas. Se me pega una de las letras, la del “sombrerito mágico”, en referencia a un pequeño gorro que reparten por el grupo para recaudar dinero. “Dale una moneda si quieres, y si no, déjale un besito al sombrero”, comenta Far, una belga licenciada en ingeniería comercial. Esta noche se han recaudado 47 euros con 90 céntimos. La mayoría, unos 45 euros, irá para la comida del día; el resto, para materiales. “Y los besitos nos los quedamos”, sonríe.
Tanto la acampada libre como las hogueras están prohibidas en La Rioja, por lo que la Guardia Civil se ha planteado varias veces desalojar a la comuna. No obstante, si algo ha llamado la atención de la gente ha sido lo relativo a la falta de medidas antiCovid, los desnudos entre menores –tres, todos muy pequeños– y al sexo salvaje y sin freno que, según contaban los medios locales, se estaba produciendo en el campamento.
Efectivamente, parece que la pandemia no va con ellos, al menos mientras están en el campamento. Aun así, todos los que se han cruzado con el grupo, ya sea en el monte o en sus visitas a los pueblos para comprar comida, han destacado lo “respetuosos, amables y tranquilos” que son, en palabras de José Manuel Ballesteros, alcalde de Mansilla. Ese pudor, no obstante, desaparece en cuanto se pone un pie en el Rainbow.
Porque el punto es que sí: efectivamente, los hippies se desnudan al aire libre, principalmente para bañarse en el río, y mantienen relaciones sexuales entre ellos, a veces porque tienen parejas abiertas y libres, a veces porque surge el amor. Además, no llevan mascarilla ni respetan la distancia de seguridad por el Covid, abrazándose y besándose en cuanto tienen ocasión. Todo esto es cierto en el Valle del Portilla, sí, pero no es tan diferente de cualquier sábado noche en Madrid.
“Los medios empezaron a hablar de que aquí se montaban orgías y nada más lejos de la realidad. El problema es que la gente lee eso y se viene con una idea equivocada”, comenta Jota. “Precisamente ayer tuvimos movida con un señor mayor que vino ofreciéndole sexo a varias chiquillas. No puede ser”. Decidieron echarlo pacíficamente tras aprobarlo en asamblea. Desde entonces, se andan con ojo de no quedar mal delante de los periodistas.
Por suerte, a mí no me han tratado distinto. Me aceptaron desde el momento en que puse un pie en el campamento, vendiéndome a mí mismo como alguien que buscaba huir de la ciudad, hasta el último, en que me pidieron que participase en un taller de runas y en la reunión de la mañana siguiente. El tema era, precisamente, discutir entre todos cómo tratar a los medios de comunicación. Así que me fui con los primeros rayos de sol.
Porque, en realidad, estas banalidades dan bastante igual. Ellos están ahí, en palabras del mismo Jota, para honrar a la Tierra y hermanarse más todavía sin hacer daño a la naturaleza. Hacen fuego con ramas caídas, rezan a la Pachamama, cantan y recitan mantras durante horas, viven como una familia y, a fin de cuentas, disfrutan de su encuentro espiritual sin renunciar a su paraíso perdido. Una Arcadia hippie, sea lo que sea, el tiempo que deje la Luna. O la Guardia Civil.